Se mataron entre ellos y se comieron unos a otros
Para pintar La Balsa de la Medusa, Géricault se inspiró en un hecho real. El navío francés Meduse, mal gobernado por un oficial con muchas ambiciones y poca experiencia, encalló en un banco de arena a decenas de millas de la costa de Mauritania. 146 embarcaron en una balsa de 20 metros de largo. Se mataron entre ellos y se comieron unos a otros. Para documentarse, Géricault acudió a un morgue y llenó su estudio de cabezas cortadas, miembros amputados y cadáveres en diferentes estados de descomposición.
Me veo frente al cuadro en el museo del Louvre. La pintura de La balsa se compone en forma de pirámide de emociones. Abajo, los cadáveres ya abandonados con la cabeza sumergida en el agua y los genitales empequeñecidos por el frío y la muerte. Sobre ellos, otros fallecen en brazos de sus compañeros. Uno de ellos, resignado, vacía la expresión de cualquier signo de vida incluido el dolor y mira en sentido contrario de los demás, sin interesarse por el descubrimiento que acaban de hacer: ¡un barco a lo lejos! En la cima de la composición, los más fuertes agitan en el aire ropas y lienzos para llamar la atención del navío salvador que el autor ha dibujado como una pequeña mancha sobre el horizonte, auténtica protagonista de la pintura.
Yo mismo me veo a bordo de aquel pestilente amasijo de maderas, el corazón sobresaltado por el hallazgo de los rescatadores, los ojos fuera de las órbitas, casi juntando las manos alrededor de la boca para llamar con ellos largamente: “Au secours!”. Reprimo el grito, pues al instante resultaría prendido por los vigilantes del seguridad del museo sin siquiera la épica con que aparecen en los informativos los tontos del pegamento ecologista. Sería un loco más, pienso, y me alejo por el pasillo, angustiado. Cada ciertos pasos me giro por si sigue ahí sobre el lienzo la pequeña mancha borrosa con que Géricault retrató perfectamente la esperanza. Doblo la esquina con cierta pesadumbre por abandonar a mis compañeros, pero las niñas están cansadas y hay que irse. Se hacen cada vez más lejanos los gritos de los náufragos que al cierre de esta columna aún soy capaz de escuchar con los oídos de la memoria: “Au secours, au secours, au secours…” Sé que el Argos los rescató. De los 146, solo quedaban quince.