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Jara Liras, directora de coro en el valle de Ultzama a los 22

Graduada en Piano, estudia Dirección de Orquesta y dirige el coro de Larraintzar, en el valle de Ultzama. El camino no ha sido fácil, pero la música puede más

Ampliar Jara Liras Ariño repasa unas partituras con la batuta en la mano.
Jara Liras Ariño repasa unas partituras con la batuta en la mano.MIGUEL OSES
Publicado el 05/03/2023 a las 06:00
El fotógrafo deja su cámara sobre la mesa: “Así nos reconocerá cuando entre a la cafetería”, sugiere. No es necesario. “¡Es ella!, tiene una cara de directora de orquesta que te mueres”, apuntala el gráfico nada más ver a Jara Liras Ariño, mirada transparente, honda como pocas; rostro de porcelana, camina ligera en un cuerpo menudo. No parecían las credenciales adecuadas para el profesor de canto de la academia que quiso hacer trizas su deseo de estudiar Dirección de Orquesta: “Eres mujer, pequeña, no te tendrían en cuenta y es un mundo de mierda”, zanjó. Pero ella probó. Igual que siguió con el piano cuando la profesora del conservatorio cuestionó sus dedos frágiles. Cambió de profesor. Acabó el Grado Medio en el conservatorio Pablo Sarasate de Pamplona y estudia segundo curso de Dirección de Orquesta en Musikene, el prestigioso centro superior de música del País Vasco. Entretanto, tomó la batuta del coro de Larraintzar, en el valle de Ultzama. “La música siempre me ha acompañado”, acuña Jara Liras, 22 años, “la niña que se quedaba absorta cuando Ismael, su padre, le llevaba a los conciertos del coro donde cantaba Ana, su madre”. No necesitaban juguetes ni golosinas para entrenerla. Bastaba la música.
Estudió piano en la escuela Hilarión Eslava y desde los 14 años en el conservatorio Pablo Sarasate. “Una época difícil, la adolescencia, el instituto y la profesora de piano que me hablaba de mis manos pequeñas. Pisaba toda la pasión. Con el drama que supuso para mí exponer a una persona adulta que no quería seguir con ella, cambié. Fue una buena decisión”, describe que Jorge Silva, su nuevo profesor, le reconcilió con el instrumento, con el deseo de seguir. “Yo vivía en mi mundo de música y lectura y el instituto fue un trámite que tenía que pasar, aunque el Bachillerato Artístico en Plaza de la Cruz me sirvió para entender que no era una rarita”, no esconde los sinsabores.
Con 18 años el piano le había llevado al límite. “Estudiaba y lloraba porque buscaba la perfección y eso no es posible”. Prácticamente solo con el apoyo de su madre inició el acceso al grado de Dirección de Orquesta. “Lo había vivido tan de cerca que pensé: tengo que probarlo para saber que este no es mi camino”, le martilleaba aún el desánimo de aquel profesor de canto. “Odio el victimismo, pero tenía el mundo en mi contra y mi cabeza lo exageraba”, comparte amable su historia ahora que los miedos se desvanecen. Esos que le atenazaron una infancia que no fue rosa, los ataques de pánico en que “hubiera apretado el botón de detenerlo todo y desaparecer”. La ansiedad. Su mirada que dice tanto es un bálsamo que sana en un recorrido difícil, en lo personal y en lo académico.
“Nunca lo había imaginado. En ese momento te olvidas de tu nombre”, repara en la primera vez con la batuta, ochenta personas ante ella. Fue en una práctica. El miedo escénico se diluyó al ritmo en que ella dirigía con sus manos menudas.
En 2021 le hablaron del coro de Larraintzar. Buscaban director. “Me reuní con ellos y estuve tres semanas pensándolo. Acepté. Esta experiencia no te la dan los estudios. Muchas alegrías, he descubierto gente maravillosa, me ha gustado estar con personas más mayores y pienso en el poder de la música, que alguien durante dos horas se olvide de sus problemas. Es la terapia de un pueblo. Eso me hace feliz porque quiero ayudar a la gente, que la música llegue a las residencias de mayores, a centros de salud mental, a las prisiones. No sé si es rentable, pero sí bonito. Y duro. Merece completamente la pena, estoy segura”, desarma la madurez de su razonamiento.
Disiente del marco tal vez encorsetado de la enseñanza reglada. “Es importante que la música suene bien, pero sobre todo que haga disfrutar. En los conservatorios se incide en la composición contemporánea, pero se está olvidando que la música es para la gente. Esa es la que debe sobrevivir. El elitismo aparta a las personas de la música”, reflexiona.
Quiere la música. “Pero quiero más ser feliz”, tiene claro que la exigencia de las grandes orquestas supone renuncias. “Y yo quiero tener una familia, visitar a mis padres, ir al cine... disfrutar. ¿Me gustaría dirigir una orquesta? Claro, es tentador. Pero estaría contenta con una pequeña, un coro amateur o dando clases de Historia de la Música, que me encanta o la labor divulgativa en la radio o en podcast”, concede.
Le gustaría que los jóvenes tuvieran más acceso a la música clásica. Menciona los precios, “excesivos para sus bolsillos”. Y subraya: “Antes todo pasaba más despacio y ahora tal vez no estamos habituados a centrarnos en algo. Dos horas en un concierto, tres en una ópera. Pero las tecnologías no las hemos elegido nosotros, nos han venido dadas”.
¿Difícil elegir una obra?
“Sí, pero si me obligasen a tatuarme algo en la piel sería Sicut Cervus de Giovanni Pierluigi da Palestrina".
Jara Liras, retratada en Pamplona.
Jara Liras, retratada en Pamplona.MIGUEL OSES
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