"A certificar la derrota de la oscuridad se han aparecido los pájaros, a quererse y a que nos queramos"
Elena me avisó de que han vuelto las golondrinas a posarse en los cables frente a nuestra casa. Se cortejan con cariño y descaro, y cuando aparece una de ellas, la otra emite un murmullo como de agua que quiere parecerse a la risa. Se llaman, se persiguen en el aire en piruetas elegantes tan distintas al enredo frenético de los gorriones que parecen siempre enfadados. Las golondrinas se buscan con galantería y se diría que se hablan a pequeños gritos en una charla descarada a merced de los curiosos como nosotros que las observamos de cerca sin que parezca molestarles. Porque el amor nos hace creernos invencibles y se han abierto las flores del naranjo, blancas y breves. En casa apostamos si harán el nido en el alero o en el garaje, sobre la tubería en la que ya anidaron otros años, pues nos creemos que esas golondrinas son los pájaros de siempre. Desde que volvieron las oscuras golondrinas en el poema de Becquer, todas las golondrinas son las mismas. Yo creo que no, que los que somos los mismos somos nosotros y, cambiando todo como cambia, un día mirando el cable nos descubrimos absortos ante el milagro de las cosas que regresan cuando parecía que se habían ido para siempre. Entonces nos invade esa conciencia de que termina el curso, las tardes son más largas, las noches son más cortas, de que ya falta menos para San Fermín y Javier quiere ir con su padre “a la plaza de toros de los toros blancos”, que son unos toros que al parecer existen en su cabeza. A certificar la derrota de la oscuridad se han aparecido los pájaros, a quererse y a que nos queramos. Dos golondrinas contra la sombra, contra el desánimo, contra la desesperanza, contra los sueños de los suicidas que por las noches piensan en puentes, y contra las noticias de las cosas que ya no van a arreglarse nunca. Allá van los pájaros girando sobre las puntas de sus alas y dibujan sobre el cielo el secreto de la primavera. Van por allá y desaparecen tras el árbol y los tejados, pero después vuelven -siempre vuelven- y se quedan sobre el pentagrama de cables del mediodía como las notas musicales de una canción alegre que a veces creo haber olvidado, pero si me la tarareas, te la canto.
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