Solecillo de invierno
Sea bienvenido ese solecillo de febrero, extraordinario proveedor de vitamina D para nuestros huesos cansados
- Luis Arbea
¡Cómo se agradece en estas latitudes y en estas fechas tan poco apacibles ese guiño coqueto, casi amoroso, de la naturaleza! Ese solecillo que de vez en cuando se abre paso entre oscuras lluvias, cenicientas nieblas y dibuja un paisaje luminoso que alegra el espíritu. ¡Cómo se agradece! Leí una vez que el paisaje es un estado de ánimo y no andaba descaminado quien lo escribió. Cuando amanece un día soleado nuestro corazón se ilumina y se vuelve más cálido, especialmente en los que ya somos un poco mayores y empezamos a sentir frío el cuerpo. Prodigiosos rayos que nos lo entibian, que nos acompañan y, en algún momento, entregados a ellos, nos relajan y nos hacen olvidar penas y amarguras. Casi nada. La magia del sol.
Y es entonces cuando salgo a la calle animado y ansioso de tan estupendo regalo que me va a alegrar el día. Arrebujado en la silla de ruedas, llego al paseo y, a pesar de que soy cliente habitual y de que sea fin de semana, no deja de sorprenderme el intenso tráfico que encuentro, que parece que estuviera en la Quinta Avenida. Mucha gente y de todas las edades: padres y madres con sus pequeños que no paran de gritar y corretear incansables, parejas más maduras que caminan sin prisas, jóvenes y no tan jóvenes pletóricos con su “running”, y, mayormente, personas entradas en años que, como yo, quieren sentirse vivas. Todos al sol, compartiendo el espléndido mediodía. Entrañable y sugerente paisaje de una radiante mañana de invierno, en el que, por encima de todos, destaca ese colectivo en el que me incluyo que escenifica un espectáculo tremendamente sugestivo: el de los muy entrados en años, el de los viejos.
Un espectáculo original, profundamente humano y muy dispar: miradas perdidas, tristes, tal vez de soledad, y ojos alegres y vivarachos; silencios solemnes y profundos y bulliciosos corrillos que se disputan la anécdota; bastones, andadores y sillas de ruedas y pasos ágiles, garbosos y casi competitivos; jubilados vestidos como un pincel y decadentes abrigos ajados; rostros adustos y melancólicos y sonrisas festivas y luminosas. La vida misma: un gran escaparate de la realidad, el gran teatro del mundo… de los mayores. Un teatro en el que la mayoría ya no tenemos personaje importante que representar, en el que ya no somos protagonistas, ni incluso actores secundarios, como mucho, figurantes, pero, en cualquier caso, siempre espectadores activos del último acto de esta tragicomedia que es la vida y que queremos saborearla. Y esto es hermoso y reconfortante, porque, aunque a muchos de nosotros, con la mochila cargada de nostalgias, añoranzas y desencantos, no nos sobre el futuro (estamos en una edad en la que el tiempo empieza a ser un tesoro), siempre nos quedará el presente para vivirlo y disfrutarlo a tope… y qué mejor que una soleada mañana de invierno.
Así pues, sea bienvenido ese solecillo de febrero, extraordinario proveedor de vitamina D para nuestros huesos cansados, que nos recuerda que todavía nos quedan muchos presentes que disfrutar lo que nos supone un auténtico soplo de vida pues, de alguna manera, como escribía Wittgenstein, “quien vive intensamente el presente no muere nunca”. Un ilusionante chute de esperanza. Pero, además, (este romanticismo sensiblero me puede), ese solecillo de invierno, caricia sensual de la naturaleza o sonrisa de Dios (para los más místicos), siempre será un regalo del cielo: algo más que un gesto coqueto, algo más que un beso, tal vez, un trocito de amor y todos sabemos que el amor, como decía Schopenhauer, posiblemente sea la mejor compensación de la muerte. Pues sí, la única manera de reconciliarse con la noche.
Luis Arbea Aranguren, psicólogo y filósofo