Auroras boreales en Inari
Un amigo me manda fotos de auroras boreales en Inari, donde estuve no hace mucho, y también logré verlas, aunque no tan aparatosas e intensas como él. Es un fenómeno que empezaba, recuerdo, como un gran arco luminoso en el cielo nocturno, una corona que de pronto se movía, se desgajaba, se hacían flecos e iban ganando color, volviéndose verdosa, hasta aparecían unos ribetes lilas, y después, poco poco, se iba apagando. Este lugar, tan al norte, es de una inmensidad que sobrecoge y tiene una paleta de colores asombrosa. Si está nublado, el día comienza en blanco y negro, la nieve se confunde con el cielo plomizo, todo entonces parece detenido, como en una postal navideña y, a pesar del frío, es una delicia salir a pasear sobre la capa de nieve que cubre el lago helado. De pronto, si apunta el sol, llegan los rosas, los violetas, los naranjas, los verdes apagados de los pinos, con sus cortezas rojizas, que se extienden hasta el horizonte. Todo aquí es plano, sereno, extenso. Si los pasos se detienen ya no se oye nada. El silencio se adueña de esta naturaleza antigua, gélida, donde todo entra en pausa. En la breve duración del día las sombras se alargan y el ocaso se resiste a darse por vencido. Luego, a la noche, por si no bastara con la luna brillante y las estrellas que llenan la bóveda celeste, a veces llega la aurora del norte, como un visitante sorpresa, con sus brochazos que van de aquí para allá, sus luminarias, ante el asombro de los que lo contemplamos. De nuevo en la noche nítida aparecen los colores y mirando al cielo inquieto, de pronto, se percibe toda la energía que rodea la tierra: las corrientes imantadas, las atracciones magnéticas que lo organizan todo, la lluvia de polvo solar danzando sobre el firmamento estrellado que crea estas luces de rosada aurora, toda esa energía que viene de una bola de fuego gracias a la que vivimos y que arroja sus partículas ígneas sobre esta otra bola fugaz en la que estamos, girando en una inmensidad inconcebible.