Pandemia
Tengo miedo a acostumbrarme, dijo hace unos días una persona. Nos habíamos encontrado en la calle y nos detuvimos unos momentos para saludarnos, ya que hacía tiempo que no nos veíamos. Como tantas mujeres de mi edad, no echaba en falta la calle, que apenas pisaba, ni acudir al cine, a bares o restaurantes: lo que añoraba desde su encierro hogareño era a la familia, y tenía miedo de terminar acostumbrándose a su ausencia y a no acudir a esos eventos, tristes o alegres que en las casas ocurren.
Cuando la dejé, pensé en mi propio tiempo de confinamiento o semiconfinamiento y que en todo este tiempo no me he aburrido. Casi diría que ha sido fructífero, ya que en este casi un año de enclaustramiento he podido leer setenta y dos libros, tejido varios metros de encaje de ganchillo y un jersey; estoy volviendo a ver 'El ala oeste de la Casa Blanca', y he repetido algunas películas de grato recuerdo que tengo grabadas, además de escribir las columnas que algunos de ustedes suelen leer en este periódico. He tratado sin éxito de familiarizarme con el nuevo teléfono móvil y husmeado en Internet en busca de remedios para mis plantas o alguna receta de cocina que hemos saboreado en casa; y he dado paseos cuando el clima lo ha permitido, amén de haber escrito montones de páginas, que tal vez nunca merecerán ver la luz, pero han llevado su tiempo.
Creo, sí, haber hecho lo suficiente para librarme del tedio, pero me ha faltado lo más sencillo y fácil, lo que tengo tan a mi alcance pero no puedo disfrutar: me faltan mis hijos, mis nietos, mis hermanas y mis amigas de siempre. Y yo no tengo miedo a acostumbrarme a su ausencia ya que cada día los necesito más. Por eso solo deseo que todo esto acabe para abrazarnos de nuevo y también para detenerme sin prisa en la calle con amigos y conocidos. Para en fin, volver a la vida de antes.