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Crítica de cine

'Irati', fulgor nativo

Ampliar Irati
Fotograma de la película 'Irati'DN
  • Asier Gil
Publicado el 25/02/2023 a las 06:00
Un diseño de producción magnífico. Esa idea domina el recuerdo del visionado de esta obra de espada y brujería, confeccionada por un gran amante del género, una realidad que resulta indiscutible al contemplar unas imágenes que beben de clásicos como Excalibur o Conan el bárbaro. Así lo declara su autor, el vitoriano Paul Urkijo, y así queda patente también en unas escenas que siempre buscan la complicidad del respetable por la vía de la fascinación audiovisual y el carácter épico y mágico de la historia. Porque estamos ante un ejercicio de adoración por ese tipo de cine, destinado igualmente a un público adepto de estas fantasías medievales. ¿Significa eso que no lo disfrutará una persona a la que no le llamen demasiado la atención estas propuestas? Nada más lejos. Simplemente, percibirá mejor los puntos débiles, que los hay, y no se prendará tanto de ese tono de misticismo y leyenda que impregna todo el metraje.
En el seno de la trama se asienta una débil reflexión acerca de la evolución social del ser humano y cómo este pasa de sustentar sus vidas en mitos y fábulas telúricas, a introducirse en corrientes más globales. Ese transcurrir entre el folclore antiguo del norte de Navarra, con las criaturas quiméricas de sus bosques y cuevas, y el avance del cristianismo puede tener las connotaciones actuales que usted quiera darle, si bien el filme nunca las explora, puesto que el argumento supone únicamente un leve andamiaje que sostenga la posibilidad de recrear un relato de epopeya, con batallas y aventuras de héroes de la Edad Media.
Como ya hizo en su primer largometraje, Errementari (El herrero y el diablo), el cineasta alavés recurre a las costumbres y creencias que más conoce, las de Navarra y el País Vasco, y hace germinar en ellas la empresa que lleva a cabo el hijo del líder de un valle de los Pirineos en el siglo VIII, para encontrar el cadáver de su padre y el tesoro que dejó Carlomagno tras su derrota en Roncesvalles. En ese periplo, contará con la ayuda de una joven, llamada Irati, que todavía profesa el paganismo y venera a los dioses de la naturaleza.
Un ámbito destaca por encima de los demás con una superioridad aplastante: la fotografía de Gorka Gómez y la magistral selección de localizaciones. Ambos factores, unidos al tratamiento de la luz, tanto en los exteriores como en el rodaje en el interior de las cavernas, convierte diversos fragmentos en poderosas secuencias, ya de por sí espléndidas, pero que se potencian aún más debido al buen ojo del realizador, al que se le nota que llega con la lección aprendida y coloca y mueve la cámara con apuestas acertadas. Un escalón por debajo se sitúa la banda sonora, que arropa con firmeza las sensaciones y que, pese a no seducir tanto como la factura visual, sí que contribuye a dotar la cinta de una atmósfera desasosegante. Por otro lado, las creaciones generadas por ordenador, sin poseer la impronta epatante de Hollywood, no repelen al espectador y, salvo alguna excepción, encajan con el aura lúgubre de la mitología que sabe que su extinción se aproxima.
En la otra esquina del embeleso se instala la narración y un guion que se marcó como objetivo esta alegoría de la tradición frente a la nueva religión, aunque después vio que iba a supeditarse a la puesta en escena y al aspecto formal, que recibieron los mayores esfuerzos y ambiciones. Diálogos sencillos y situaciones incoherentes se entremezclan con personajes arquetípicos, a los que hay que sumar las sobreactuaciones de ciertos miembros de un reparto bien liderado por Eneko Sagardoy y Edurne Azkarate. A pesar de que sus papeles reclaman más profundidad e introspección, aportan el carisma necesario para transformar esta serie de hazañas y hechos sobrenaturales en un producto notable dentro de ese espacio del séptimo arte habitado por caballeros, brujas, demonios y una pasión desaforada por compartir con todos ellos sus andanzas.
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