Escribir para sobrevivir

El jueves pasado viví una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida. Profesional y personal. Compartí dos horas con doce mujeres desconocidas de diferentes profesiones y edades durante un taller de escritura autobiográfica que impartí en el Ateneo Navarro. Durante aquellos ciento veinte minutos que se nos escurrieron en el tiempo como el agua entre las manos reímos, lloramos y nos contamos nuestras vidas. Duelos por la pérdida nunca superada tras la muerte de un hijo, desazón por la llegada de un retoño con una discapacidad inesperada, pérdida de amigos y muebles después de un divorcio, desgarro por los malos tratos presenciados en la infancia o el rechazo a envejecer fueron algunos de los temas que pusimos literalmente encima de una mesa cuadrada de madera noble. Rodeadas de libros. En las estanterías y en nuestra conversación. Porque muchos han sido los escritores que han contado su vida, que han escupido su biografía en unas líneas manuscritas o mecanografiadas. Como terapia. Como forma de desterrar los fantasmas del pasado. O como una manera de que sus vivencias se perpetuaran más allá de las hojas del calendario que lograran pasar. Escribir para sobrevivir y sobrevivirnos. Les conté a mis aventajadas alumnas que la literatura autobiográfica utiliza siempre el ‘yo’, la narración en primera persona. Pero también el ‘tú’, la segunda, si el autor se dirige a otros a los que desvela su vida. El ‘Diario de Ana Frank’, las ‘Memorias de África’ de Isak Dinesen, ‘La ridícula idea de no volver a verte’ de Rosa Montero, ‘A corazón abierto’ de Elvira Lindo o ‘Vivir para contarla’ de Gabriel García Márquez son algunos ejemplos del primer caso. Como lo son las ‘Cartas a Theo’ que Vincent Van Gogh escribió a su hermano o las ‘Cartas de Sylvia Plath’, en el segundo. La narración de los amores adolescentes de la niña judía escondida en una buhardilla de Amsterdam durante la Segunda Guerra Mundial. La descripción de los paisajes que enmarcaban su granja en África al pie de las colinas del Nong, atravesados por el Ecuador al norte. El dolor intenso por la pérdida de un amor al que se conoce en la madurez. La disección de las miserias y virtudes de un padre tras su muerte. O el compartir el trauma de su enfermedad mental durante el ingreso en un sanatorio psiquiátrico antes de su suicidio. Realidades duras. Incluso, terribles. En cualquier tiempo y lugar. Siempre me han gustado las novelas autobiográficas o basadas en hechos reales. Porque, ¿qué hay más poderoso para un escritor que contar sus propias vivencias más allá de la imaginación? Confesaba la escritora madrileña Elvira Lindo, autora de la famosa serie ‘Manolito Gafotas’, que toda su vida había esperado para escribir la novela ‘A corazón abierto’ y que aguardó a que muriera su padre para enfrentarse a la pantalla en blanco y teclear. Pero escribir sobre nosotros no consiste solo en desnudar nuestra alma o incluso hacer un ‘estriptis’ integral de nuestros miedos, fobias o terrores. Sino también en contar las andanzas, mejores o peores, de nuestra familia o amigos. Porque ninguna vida es individual. Todos estamos conectados con los que nos rodean y sus vivencias determinarán las nuestras. Una niña que presencia los golpes que su padre propina a su madre y que decide convertirse en psicóloga. Una mujer sin instinto maternal que tras una ecografía descubre que su hijo viene con una enfermedad y dedica el resto de su vida a cuidarle. O una joven de pueblo que cambiar la libertad de las montañas y los prados por el encierro en un internado y el miedo a morir en pecado cada noche por unas afrentas que desconoce y de las que no es capaz de confesarse. Desde luego, cada una de las asistentes al taller podría escribir una novela con su historia. Igual que tú. Igual que todos. Porque todas las vidas, propias o de nuestros antepasados, son auténticas lecciones. De historia, de sentimientos y de psicología que merecen ser contadas. Para reír y llorar. Para no caer en el olvido.

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