Los mediocres, oscuros y ambiguos, se mueven con soltura en la penumbra

A veces el paso del tiempo consigue borrar las huellas del pasado sin dejar rastro de su existencia. Eso sucede no solo con los recuerdos y la memoria, sino también, en determinadas ocasiones, con el uso del lenguaje. De hecho, aunque utilicemos las mismas palabras o expresiones, sin embargo, estas adquieren otro significado. Lo que antes podía ser considerado como una virtud ética o un comportamiento ejemplar, ahora adquiere un sentido totalmente diferente. Es el caso de la expresión clásica “Aurea mediocritas”, acuñada por el poeta latino Quinto Horacio en el siglo I. a. de C. En aquella época, durante el imperio romano, significaba moderación o término medio. Y quienes la cultivaban eran capaces de vivir con sobriedad, sin padecer necesidades, pero al mismo tiempo sin acumular cosas innecesarias o superfluas. No obstante, la palabra mediocridad remite actualmente a una realidad muy diferente. Se asocia a la falta de valor, así como a la ausencia de ingenio y originalidad. Tiene que ver con la carencia de impulso y determinación para emprender proyectos. Además, la mediocridad tiende a confundir la firmeza de carácter con el empecinamiento. Carece de ideales y es proclive a moverse a ras de tierra, sin levantar la mirada. Nada le parece más inquietante que un hombre que aspira a pensar por sí mismo y tener criterio propio. Tal y como afirmaba recientemente el filósofo francés Edgar Morin, con motivo de su 101 aniversario, asistimos en la actualidad a una tendencia a banalizar las dificultades, a eludirlas, mirando hacia otra parte. De esa forma los problemas se enquistan, se ramifican, pero no se resuelven. Se ha instalado una especie de apatía y desidia intelectual en virtud de la cual “el pensamiento mengua y las alternativas simplistas se hacen pasar por conocimiento… Cada vez es más difícil defender una visión compleja de las cosas”. Los defensores de esta actitud mediocre llaman ideales a sus intereses y preocupaciones mientras ignoran los méritos y las virtudes que les son ajenas. Las desdeñan. En cierto modo, la mediocridad cumple la función de lastre, de freno para cualquier iniciativa que precise esfuerzo continuado y responsabilidad. Tal y como advertía el psiquiatra italo argentino José Ingenieros, en El hombre mediocre, publicado a principios del siglo pasado, los mediocres confunden el sentido común con el buen sentido, que nada tiene que ver. El sentido común es colectivo y carece de relieve por partir de premisas básicas, cacofónicas, mientras que el buen sentido es individual, siempre luminoso y denota mesura y bonhomía. Los espíritus mediocres —insiste Ingenieros— no advierten que han sido sometidos a esa operación aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a un “denominador común: la mediocridad”. Son romos, indecisos y se alimentan de prejuicios que acaban convirtiéndolos en esclavos. Duermen sin soñar. Y aunque a título individual, aislados, no merezcan atención, sin embargo “en conjunto constituyen un régimen, representan un sistema especial de intereses inconmovibles”. Podría pensarse que la mediocridad ha existido siempre, que viene a ser como una hierba invasora que brota por doquier. Quizás, lo que ha cambiado es el amplio espacio que ocupa, día a día; cada vez mayor. En ese régimen de “mediocracia”, la escala del mérito y la capacidad se diluye, se infravalora, mientras se acentúa una progresiva decadencia en la que destaca una mezquindad palmaria. Incapaces de defender un “sí” o un “no”, los mediocres, oscuros y ambiguos, se mueven con soltura en la penumbra, entre bambalinas. Acostumbran a cubrirse de disfraces para ocultar su medianía, al tiempo que se muestran amantes de la rutina sin sobresaltos. “Ser incapaz de entusiasmo es señal de mediocridad”, insistía René Descartes en su correspondencia. Lamentablemente, la mediocridad es acomodaticia y más contagiosa que el ingenio, el talento y la capacidad de resolver problemas que no admiten demora. Por otra parte, es habitual que las “mediocracias” generen un clima de desconfianza y de negatividad a su alrededor. Tienden a perpetuarse urdiendo tramas y medrando con aliados, aunque sean ocasionales. Entre tanto, se acomodan en la trinchera, fomentan las banderías y se oponen al viento que empuja con fuerza las velas del barco. En realidad, poco o nada tienen que ver con el compromiso o con una ética de la responsabilidad. Nunca un genio ha sido apoyado ni reconocido por sus aportaciones en un régimen de mediocracia. Sin embargo, una vez más, es mucho lo que hay en juego y no podemos olvidar que, como afirmaba Miguel de Cervantes, “somos hijos de nuestras decisiones”. Eso significa que tenemos que hacernos cargo de las consecuencias que se derivan de esas decisiones no exentas de cierta trascendencia, ya sea económica o social. De ahí la importancia de que, tanto a título individual como desde una perspectiva más amplia, ahora política —con motivo de las próximas elecciones que nos esperan— quienes asuman responsabilidades públicas sean capaces de tener criterio y capacidad a la hora de elegir, estén dotados de altura de miras y determinación. Y no se olviden de los clásicos… F. Javier Blázquez Ruiz Catedrático de Filosofía del derecho. UPNA

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