Navarra habrá de seguir siendo foral... o no será

Yanguas y Miranda, Arturo Campión, Iturralde y Suit, Serafín Olave, José María Iribarren… Probablemente para la mayoría de los navarros son sólo nombres de calles. Sin embargo, estos y otros autores de los siglos XIX y XX fueron los constructores, a veces contradictorios, de lo que entendemos (o hemos entendido) por “identidad de Navarra”. Entiéndaseme, no estoy diciendo que esa identidad y sus contenidos (nuestra historia, los fueros, el euskara, etc.) fueran un mero invento, pero, en la medida que incluían una descripción del “qué somos, de dónde venimos y a dónde vamos” colectivo, eran algo que debía de ser enunciado y, por lo tanto, construido. ¿Cuánto de esa identidad todavía pervive o va a mantenerse en pie en las próximas décadas? Las respuestas variarán de acuerdo a las impresiones de cada uno. Sin embargo, creo que todos los lectores coincidirán en reconocer los enormes cambios que se han producido en Navarra en los últimos veinte o treinta años. Seguramente, ninguno de los autores antes citados se habría reconocido en la Navarra actual. Como la mayor parte del mundo desarrollado, muchas de nuestras localidades se han convertido en un crisol de culturas. Las formas de relacionarse, de pensar, de entender la propia vida, las ideas políticas, etc., han sufrido alteraciones de profundo calado. Es imposible evaluar cuántos de esos cambios son simples modas y cuáles modificaciones de largo recorrido. En consecuencia, es imposible también predecir si los cambios en el plano de las creencias básicas se estabilizarán en algún momento o si estamos abocados a vivir en carruseles sin puntos de referencia estables. A este respecto, una de las tendencias sociales más desconcertantes apunta hacia una extraña combinación entre individualismo y gregarismo. Por un lado, tendemos a desconocer casi todo sobre nuestros vecinos, a enclaustrarnos, no ya en nuestro mundo, sino en nuestras pantallas, a no sentirnos de ningún lugar, de ningún grupo. Por el otro, paradójicamente, vemos cómo se generan a nuestro alrededor identidades transnacionales líquidas -en torno al género, las preferencias sexuales, el amor por los animales, la música o, simplemente, el miedo al cambio climático o a la gran sustitución étnica. Los viejos canales de comunicación, que en el pasado funcionaron como auténticos vertebradores sociales, parecen ya ser incapaces de cumplir ese papel cohesionador, ante la pujanza de youtubers, influencers y demás estrellas de las redes sociales. Nos hemos liberado de un largo número de tabúes culturales y creemos vivir como se nos antoja, pero a la vez la dictadura de lo políticamente correcto nos lleva a abstenernos de expresar abiertamente nuestras opiniones. La propia idea de libertad se tambalea ante los algoritmos que predicen nuestro comportamiento. La clase media mengua, a causa del mismo desarrollo económico que un día la ensanchó y enriqueció. Acaso la tecnología cree nuevos nichos de trabajo, pero, de momento, demasiados constatan que amenaza su sustento o el de sus hijos, forzándolos a emigrar. En este difícil escenario, ¿qué continuidad podrá haber entre una generación y la siguiente? ¿No estará la identidad de Navarra destinada a evaporarse? Creo firmemente que no. En el pasado se vivieron también cambios traumáticos que representaron complicadísimos desafíos a los navarros de la época. Y, sin embargo, éstos encontraron la manera de afrontarlos y sobreponerse a la incertidumbre que generaban. Gracias a ello, a ellos, este rincón de la Europa Occidental continuó existiendo como un hogar compartido para sus diversos y, a menudo, muy divididos habitantes. Porque por encima de dinastías, repúblicas, guerras civiles, partidos políticos, constituciones, etc., todos ellos compartían un insólito amor a Navarra -un amor que extrañaba, irritaba y hasta divertía a los observadores foráneos-. Una insistente cabezonería, también, en seguir llamándose “navarros” y en apelar al recuerdo de haber sido nada menos que un “Reyno” (pequeño, es verdad, pero milenario). Sentimientos que, desde luego, no les impedían salir, emprender, conquistar o evangelizar por todo el mundo. Desde por lo menos la primera mitad del siglo XIX, ese amor por Navarra se identificó con la defensa de los fueros. Éstos -más allá del contenido concreto de instituciones como el mayorazgo o la libertad de testar- eran percibidos, primero, como una fórmula de lo que hoy llamamos autogobierno, sobre todo fiscal, y, segundo, como un pacto (no un mero “contrato”, que tiene una connotación comercial y cortoplacista) entre los propios navarros, por un lado, y entre éstos y el resto de España, por el otro. Esa idea implicaba otras, como el reconocimiento del otro como un igual, asumir la mutua interdependencia, subrayar la necesidad de negociar, de ser pragmáticos, el deber de cumplir lo pactado y de ser leales, respetar la libertad ajena, evitar las rupturas, primar lo concreto (“el huevo”) y tener, en definitiva, los pies en el suelo. Eso sí: profunda y firmemente en el suelo, sin dejarse avasallar por nadie, como hombres libres. Esa mirada larga, en definitiva, que sólo se puede mantener cuando se viene desde muy lejos. Hoy ese espíritu de pacto, hacia dentro y hacia fuera, y esa capacidad de autogobierno fiscal deben seguir protagonizando nuestra identidad colectiva. Sin ella, sin él, no iremos a ningún lado. Los problemas nos superarán y las divisiones internas nos destrozarán. Nuestros hijos dejarán de saber qué los une y nuestros nietos dejarán de entender a Navarra como su Hogar. Por eso, la Navarra del futuro habrá de continuar siendo foral, o no será. Iñaki Iriarte López es profesor de la EHU/UPV y parlamentario foral de Navarra Suma

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