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“¡Ay, Marie Kondo! La bota de Las Tres ZZZ, ¿dónde la pongo?”

Avatar del Chapu Apaolaza Chapu Apaolaza31/01/2023
Marie Kondo se hizo rica instando a la gente a ser ordenada, enseñándole a doblar los calcetines, a clasificar la ropa por colores y, en fin, a asumir sus propias neuras. Leo que ha renunciado al orden por ser madre y ahora prefiere ver correr a sus hijos en una casa imperfecta que doblar camisetas. Hay belleza en desistir de las cosas y me alegro de compartir su derrota ante el orden, yo que intenté hacerme ordenado como ella. Varias veces asumí su principio de orden absoluto, pero pronto me sentía perdedor y me terminaba lamentando: “¡Ay, Marie Kondo! La bota de Las Tres ZZZ, ¿dónde la pongo?”. Marie Kondo se ha dado cuenta de que es mejor vivir que ordenar cajones. Claro que ahora se quedan huérfanos sus acólitos pensando si, en realidad, como ella han desperdiciado su vida. Porque la vida es la vida, y no tener emparejados los calcetines y perfectamente doblados seis pares de calzoncillos sin tacha, unos calzoncillos perfectos como para enseñarle al forense. Porque el que ordena es feliz, vale, pero cuando vive así mariekondianamente, de pronto ve un zapato tirado en el suelo, se siente profundamente desdichado y la existencia se le hace insoportable . Cuando vuelvo a casa los domingos por la noche, en la gasolinera una cola de gente espera para limpiar el coche y esta tarea les debe producir un gozo inenarrable. O es que limpiar el coche el domingo les sirve de sustituto de la pistola en la sien. Pues uno tiene que llevar el coche un poco sucio y ha de guardar cosas para cuando se muera y los suyos las encuentren y se pregunten para qué puñetas quería su padre esto o lo otro. En el perfecto desorden de mis desvanes guardo objetos que carecen de un valor práctico, siquiera económico, pero algún valor tendrá para mí la canica con la que jugué o siquiera el libro que no he leído. Algún día serán, por lo menos, la prueba del absurdo que supuso mi vida. ¿Sabes, Marie? Yo guardo un llavero roto de cuando tenía doce años, y una navaja que no abre, un cencerro y una herradura. No sé si algún día los necesitaré para algo -no lo creo- o es que, estando ahí conmigo, demuestran que yo sigo ahí también con ellos.
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