A veces se olvida que la tecnología debe estar al servicio de los seres humanos

El debate en torno a la inteligencia artificial (IA) relacionado con la ética es tan necesario como inaplazable. Vivimos en la edad de oro de los datos y, aunque no seamos conscientes, estamos rodeados de algoritmos que toman decisiones, que nos afectan inexorablemente. Las posibilidades que ofrecen el desarrollo de la IA y los macrodatos (Big data) son ingentes y carece de sentido cerrar los ojos o mirar hacia otra parte. Sin embargo, a pesar de las invocaciones constantes, a veces cacofónicas, el diálogo se encuentra en sus primeras fases y aparece con frecuencia relegado, tanto por las grandes empresas como por las instituciones públicas. Albert Einstein precisaba hace décadas con lucidez que la investigación científica es necesaria, inexcusable para el progreso, pero no resulta suficiente, ya que “la inteligencia tiene un ojo agudo para los métodos e instrumentos, pero es ciega para los fines y valores”. El físico de origen alemán se refería entonces a la inteligencia humana, pero carece de sentido, igualmente, pensar ahora que la inteligencia artificial pueda desarrollarse ignorando esa realidad que requiere ir más allá del mundo de los datos. Es evidente que no somos meros receptores de los frutos que produce el manejo de esos macrodatos. Por el contrario, somos nosotros y nuestros actos los que nos convertimos en materia prima, gratuita, que es procesada al margen de nuestra voluntad. De ahí la conveniencia de que la reflexión ética esté presente en todo el proceso de vida del dato y sus respectivas correlaciones, para evitar que el grado de vigilancia intrusiva sea cada vez mayor: tanto en el momento inicial de captación, como después en el procesamiento y posterior aplicación. Como es fácil de constatar desde que comenzamos el día y abrimos los ojos, vivimos rodeados de fórmulas matemáticas y aplicaciones informáticas, pero los algoritmos no son oráculos. Ni palabra de Dios. No se trata de fiscalizar hasta el último detalle el proceso de creación del algoritmo, pero tampoco podemos incurrir en el extremo opuesto hasta el punto de que lleguen a convertirse en una especie de cajas negras (Black box) como sucede con frecuencia. Los principios de transparencia y explicabilidad han de cumplirse, porque los algoritmos inciden e interfieren cada vez más en nuestros comportamientos cotidianos. A veces se olvida que la tecnología debe estar al servicio de los seres humanos. Nunca en sentido contrario. Por otra parte, está fuera de lugar pensar que la subjetividad humana puede albergar sesgos o tendencias, a diferencia de los datos que se presentan como objetivos e imparciales. Los algoritmos pueden ser tan subjetivos y parciales como los técnicos o científicos que los han programado. Tal cual. Reflejan, como si se tratara de un espejo -ya sea de forma consciente o inconsciente- los diversos sesgos y prejuicios de los autores que los han configurado. No obstante, nosotros, paradójicamente, no podemos someter al mismo escrutinio a los algoritmos. En realidad, la mayor parte de los algoritmos son diseñados para lograr que los procesos de producción sean más eficientes, los diagnósticos más rápidos y precisos, así como para favorecer la rentabilidad de las empresas que invierten con el fin de obtener beneficios, pero no surgen, necesariamente, para mejorar la vida de los individuos. Ni tampoco se aplican para preservar o proteger su privacidad. Y menos de forma imparcial. El resultado obtenido, aducen algunos, es matemático, y por tanto aséptico, sin contaminación posible. Sin embargo, esta interpretación no solo es falaz. Se trata de una visión distorsionada de la realidad. Con el paso del tiempo y a medida que siga desarrollándose la IA, es previsible que la transparencia e integridad reciban una valoración cada vez más positiva en la sociedad. Por el contrario, la opacidad y la ausencia de confianza o la pérdida de credibilidad, motivada por el déficit de claridad a la hora de explicar su funcionamiento, pueden convertirse en una rémora creciente -y por tanto contraproducente- respecto a su reputación. Entre tanto, los ciudadanos no podemos quedarnos al margen, como seres pasivos y expectantes, sin desarrollar un mínimo sentido crítico ante el riesgo de padecer una especie de dictadura digital. Ni tampoco debemos conformarnos con asisitir a la técnica habitual del maquillaje. La regulación para evitar sobrepasar determinados límites deviene imprescindible, tanto ética como jurídicamente. Sin dilación. A su vez, los estudiantes, y en especial los alumnos de ciencias e ingenierías tendrán que recibir en las universidades formación contínua en principios y valores éticos, que les permitan comprender con antelación las implicaciones y consecuencias sociales que conllevan el uso de las tecnologías que van a desarrollar. Se trata, una vez más, de hacer un uso responsable de la tecnología. En cualquier caso, como advierte López de Mántaras, no debemos olvidar que la complejidad del cerebro humano dista mucho de los modelos de IA: “por muy inteligentes que lleguen a ser las futuras inteligencias artificiales nunca serán como la humana; el desarrollo mental que requiere toda inteligencia compleja depende de las interacciones con el entorno y éstas dependen a su vez del cuerpo, en particular de los sistemas perceptivo y motor”. F. Javier Blázquez Ruiz. Catedrático de Filosofía del Derecho de la UPNA.

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