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Obituarios

Luis Jáuregui Ayesa, de Etxauri, el último voluntario

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Luis Jáuregui AyesaMikel Aldanondo
  • Pablo Larraz Andía
Actualizado el 31/01/2023 a las 10:23
El pasado 22 de enero, Luis Jáuregui nos dejó a la edad de 104 años. Recoger en un obituario que alguien tuvo una vida intensa y plena parece tópico, pero en el caso de Luis no queda otra opción. Y la tuvo por los años vividos, por lo que vivió, por cómo los vivió. Un ‘prodigio’ de la naturaleza humana del que sorprendía el físico, la memoria y la lucidez mental que disfrutó hasta el final. Su biografía es de novela, plagada de experiencias y vivencias extraordinarias, que siempre estaba dispuesto a compartir con quien quisiera escucharle.
Nació en Etxauri un 16 de noviembre de noviembre de 1918, el año de la gripe, en el seno de una familia católica y de raigambre carlista, dedicada a la labranza y la pesca en el Arga. Su infancia duró poco. Siendo todavía un niño, sus convicciones religiosas le llevaron a alistarse como requeté en la Guerra Civil de 1936. Sus dos hermanos ya habían marchado el primer día al frente de Somosierra como voluntarios en el Tercio del Rey. Luis, empeñado en seguirles, y a pesar de varios intentos, no lo lograría hasta octubre de 1937 debido a su corta edad. Encuadrado ya en el Tercio Navarra, recorrería los frentes de Aragón, Madrid y Extremadura, con vivencias que le marcaron para el resto de la vida.
No se cansaría nunca de recordar la gélida jornada del 31 de diciembre de 1937 -veinte grados bajo cero- cuando llegaron a las puertas de un Teruel abandonado durante unas horas por el Ejército republicano. “Quisimos entrar para auxiliar a los defensores que todavía resistían en el Seminario, pero el mando no nos dejó”, rememoraba. Al oscurecer, en medio de una intensa nevada, Luis hizo guardia espalda con espalda junto a su amigo Gurucharri: “Temblando, protegidos sólo con una lona que habíamos mangado a los italianos, aquella noche recé el mejor rosario de mi vida”. Al día siguiente, primero de año, la climatología extrema paralizaba por completo las operaciones en una de las batallas más terribles de aquella contienda fratricida. Luis caería herido el 8 de enero, defendiendo la cota 1.076.
Ya repuesto, se reincorporó en el frente de Brunete, esta vez a 40 grados, bajo un sol abrasador y teniendo que beber agua de charca. “Por las noches -rememoraba- veíamos a las liebres correr en tierra de nadie, decían que para alimentarse de los cadáveres abandonados”. Su periplo bélico acabó en Extremadura, donde la República dio su última ofensiva. El mismo día y a la misma que un año antes, caería herido por segunda vez.
Tras su etapa militar, Luis se estableció en Madrid, trabajando primero como taxista, y más tarde en la Policía Municipal como motorista. En 1959 contrajo matrimonio con Adelaida Mariaezcurrena y, aunque no tuvieron hijos, gozaron de una numerosa y querida prole de sobrinos. Tras su jubilación, regresaron a su Echauri natal, para gozar años de felicidad. Tras enviudar, Luis siguió rebosando ganas de disfrutar de los pequeños regalos de la vida.
De carácter alegre y humor socarrón, reservaba el genio para la derrotas al mus o los partidos de Osasuna. También cuando, a los 99 años, le retiraron “injustamente” el carné de conducir. “Si solo uso el coche para ir a Ororbia”, argumentaba. Y es que con 95 años, todavía se le podía ver diariamente en bicicleta por Echauri en busca del pan y “el Diario”. Dedicaba las tardes a la lectura, a rezar, y a repasar en buena compañía los tiempos pasados. Nunca le faltaron visitas de sobrinos, vecinos y amigos, así como la ayuda permanente de Jesús Mari Gorraiz, “su asistente y hombre de confianza”, como él lo definía.
Si algo destacaba en Luis era su generosidad, con el tiempo y con el dinero. Fiel sacristán de la parroquia, visitador de enfermos y discreto colaborador de numerosas causas benéficas. Como detalle simpático -uno de tantos-, al regresar a Echauri, una vecina le cedió un pieza lleca que él mismo layó para cultivar patatas. En adelante, cada año, se personaría puntual cargado de sacos en las Carmelitas cerradas de la calle Salsipuedes, para hacerles entrega de la producción.
Lúcido y optimista hasta el final, profundamente creyente, los dos últimos años de vida fue atendido con cariño en la residencia de las Hermanas Hospitalarias de San Benito Menni, congregación a la que estaba muy unido. Últimamente, le gustaba recordar el episodio de aquella mujer, viuda de un combatiente republicano, cuando entraron en Madrid el último día de la guerra. “No había de nada ni tenía con qué alimentar a sus tres hijos. Los nueve requetés navarros que estábamos le entregamos nuestra comida y cincuenta pesetas de entonces, todo el dinero que llevábamos”, recordaba con una sonrisa de satisfacción.
Un hombre y una vida extraordinarios, un corazón noble y sencillo que deja tras de sí una senda de bondad. Así lo sentimos quienes hemos tenido el privilegio de contarnos entre sus amigos. Y recordaremos aquello tan suyo de que “ante Dios, no serás héroe anónimo”.
Pablo Larraz Andía es amigo del fallecido
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