El viaje de un juguete para Katerina desde Navarra hasta la guerra de Ucrania

A nochece a diez bajo cero en la frontera de Ucrania con Polonia y solo son las tres de la tarde, una hora más que en España. La expedición de la Fundación Enfermeras de Navarra (FEN) encara el último repecho, entre vallas y alambradas, antes de pisar el corazón de la guerra. El miedo bombea a toda velocidad. La alerta roja es permanente. Unos días antes cayeron 70 misiles rusos y se esperan nuevos ataques desde Bielorrusia. En cualquier momento, en cualquier lugar, una persona puede saltar por los aires. Y a esto se suman la falta de electricidad y gas, incluso de medicamentos básicos para tratar un catarro. En este escenario, casi 300 días después del inicio de la invasión rusa, cuatro mujeres y cuatro hombres procedentes de Navarra (dos enfermeras y un enfermero, tres policías municipales de Pamplona, una empresaria y una traductora) han decidido jugársela para llevar regalos de Navidad donados en la Comunidad foral a 80 niños y niñas y sus madres hasta la localidad de Skole, al oeste. Mujeres y niños desplazados por los combates que sobreviven en un edificio abandonado y que en un futuro podrán refugiarse en un hogar navarro que la Fundación rehabilita y cuyas obras supervisa sobre el terreno. Para las enfermeras Oihane Vieira y Leticia San Martín supone el cuarto viaje a Ucrania, para los policías municipales Rodrigo García de Galdeano y José Javier Huarte el tercero, el segundo de David Aquerreta, también el segundo para la empresaria Beatriz Cano Flores y el primero del enfermero Javier Esnaola. La traductora Elena Sohor, hija de Nadiya, motor de este nuevo reto humanitario, ucranianas y vecinas de Pamplona, nacieron en Leópolis (Lviv). Pero, ¿por qué entrar en un país en guerra y hacerlo una y otra vez? “Estamos cansados de tanta palabrería de los políticos, desencantados por la lentitud de la burocracia de las instituciones, así que hacemos lo que hay que hacer. Solo actuamos. Hechos frente a palabras”, responde David, remarcando el valor de la empatía. Así se escribieron en diciembre las primeras líneas en el cuaderno de campo de ‘Misión San Nicolás’, una misión que además de juguetes transportó en tráiler 24 toneladas de ayuda. 11.00 horas. Los regalos se localizan en una salita de la parte trasera del Colegio de Enfermeras de Navarra, protegidos bajo mesas. Las enfermeras Isabel Iturrioz (presidenta) y Adriana Arregui, que acompañaron a Ucrania a Igor, el tercer herido de guerra tratado en el Hospital Universitario de Navarra, no podrán viajar esta vez. “Y nos da mucha pena”, asienten. Mientras Adriana y Javier embalan los cirios donados por el Arzobispado, Leticia y Nadiya empaquetan, Isabel enumera, Rodrigo, José Javier y David cargan en la furgoneta... “Estoy sintiendo tantas cosas ahora mismo”, sonríe Nadiya. “Entiendo que ahora en Ucrania tengo miles de niños y cada uno recibirá su regalito. Y algunos serán de Pamplona. Creo que siento mucho orgullo de la gente que me rodea”. Las tijeras tiemblan entre los dedos. Isabel levanta la mirada y cuenta que el Ayuntamiento de Pamplona le ha comunicado que las enfermeras leerán el pregón de Navidad. Leticia sonríe, Nadiya la abraza. Miradas cristalinas. Son conscientes del esfuerzo personal que implica cada misión. Porque cada vez que dejan atrás sus hogares, hay personas que sienten aún más miedo. 13 horas. Ayuda Contenedores. En una de las naves hay un niño de 10 años. Se llama Anas y colabora con los voluntarios cuando no tiene colegio. “Todos estos juguetes son para niños de Ucrania”, observa el pequeño. Entretanto, Carmelo Villanueva, José Antonio Asiáin, Modesto Buey, Jesús Lapazarán, José Antonio Landa y Juan José Cía organizan las 24 toneladas que se transportarán en el camión. Nadiya Sohor comprueba las torres de palés. “Estas latas alimentarán a heridos de guerra en los hospitales e incluso llegarán a las familias en el frente”, explica. 8.30 horas. El tráiler llega a la hora. Conduce un matrimonio polaco. La enfermera Leticia San Martín supervisa la operación de carga. Hace unos días se encontraba en el hospital Nkongsamba de Camerún llevando dos incubadoras. También aparece una religiosa de un colegio de Pamplona. “He leído en internet que viajáis a Ucrania y os he traído unas bolsas con ropa gordica y nueva”, susurra la hermana. El cierzo hiela los cuerpos. Los voluntarios prenden una hoguera en la parte trasera. 10.10 horas. Sentado en la carretilla elevadora, Modesto Buey dirige la pala hacia los dos cajones de madera colmados de juguetes. Carmelo Villanueva ordena dos paquetes que se han quedado fuera. Uno de ellos se lo envía una estudiante de 4º de Enfermería, Teresa Uriarte Zavala, a una niña de ll años llamada Katerina. El paquete lo ha envuelto en papel de regalo verde y ha escrito en ucraniano una dedicatoria: “Feliz Navidad, Katerina”. ¿Por qué participar en este proyecto? A Teresa le “revolvieron” las palabras de Leticia San Martín, también profesora en la UPNA, cuando habló a las alumnas de Enfermería de ‘Misión San Nicolás’. “Nos habló de Ucrania y de aquellos niños con tanta pasión que me atrapó”, recuerda. Tras escuchar a la enfermera, se apuntó y recibió un correo con el nombre y la edad de la niña asignada. Le detallaron que debía preparar como mínimo una caja con artículos acordes a la realidad que está viviendo Katerina: una linterna, una bolsa de agua caliente y un polar para 11 años. Una lista de regalos que no dejó indiferente a la estudiante. “Me pareció terrible”. Teresa empezaba a sentir la guerra en su piel. Y mientras preparaba la caja imaginaba a Katerina. “La imaginaba como una niña activa, igual que fui yo”, sonríe. “Así que al final decidí meter en la caja unos juegos de mesa para que no pierda la ilusión por la Navidad”. 14 horas. El conductor polaco comprueba la presión de las ruedas, tira de las lonas y se despide con un sonoro toque de claxon. Calcula un trayecto de tres días hasta la nave de la empresa en Polonia. El motor arranca. Nadiya Sohor escribe en el grupo de WhatsApp de la expedición: “Ayer bombardearon toda Ucrania y Lviv se salvó de los misiles esta vez, pero no hay luz”. En cualquier caso, interviene Leticia, el hotel que hemos reservado tiene refugio. 12.00 h. Colegio de Enfermeras de Navarra. Salida al aeropuerto de Barcelona. Leticia y Oihane organizan el maletón con los regalos de las mujeres, principalmente productos de higiene personal. Luce el sol y el termómetro marca 12 grados, nada que ver con lo que se encontrarán en horas en Katowice (Polonia). Mientras se espera al resto del equipo, Elena explica el porqué del amarillo y azul de la bandera de su país. “Representan el trigo y el cielo, el paisaje de mi país”, esboza, con una sonrisa nerviosa. En ese momento, recibe una información de Ucrania: “El camión que debía cruzar a Polonia para recoger las 24 toneladas de ayuda se ha quedado atascado por culpa del temporal”. La inquietud se adueña de los primeros minutos. “Si hace falta cargaremos con los regalos desde Polonia a Ucrania”, despeja cualquier duda Leticia. “En cualquier caso -tranquiliza Elena- Xristina dice que ha salido con su furgoneta hacia la nave para asegurar que los regalos y las cestas con las naranjas y mandarinas lleguen a tiempo para San Nicolás”. Una fiesta que prevén celebrar la mañana del 17 de diciembre. 12.30 horas. “¡Comienza Misión San Nicolás!”, exclama Beatriz Cano, sentada en el segundo coche. Despedida agridulce porque su pareja, Eduardo Prieto, reconocido árbitro de fútbol internacional y voluntario de la Fundación, no puede acompañar al grupo. El vaho de los recuerdos empaña los cristales. “En abril, cuando salimos con el convoy de Ucrania, sabía que iba a volver. Este país ha despertado algo en nosotros que sigue muy adentro. Además, comprobar cómo está viviendo todo esto nuestra hija Carlota, de 6 años, y cómo lo cuenta en el colegio...”. Beatriz saca un sobre del bolso que Carlota ha preparado para una niña llamada Bika. “No sé lo que lleva dentro ni sabemos quién es Bika. Solo me ha pedido que la encuentre”. La historia de esta relación empezó cuando desde Ucrania enviaron a los hijos de los voluntarios de la Fundación una remesa de pulseras hechas por niños y niñas de Skole marcadas con sus nombres. A partir de entonces, un hilo invisible une a estas dos niñas de la misma edad nacidas en diferentes países y circunstancias. Nacer aquí o allí... Suena música de Rosana en el coche. “Yo vuelvo a mi casa y vosotros viajáis a un país en guerra”, ríe Elena. “Soñamos con que llegue la paz para poder visitarlo”, interviene Oihane, al volante. En el otro vehículo viajan los tres policías y el enfermero Javier Esnaola. Las conversaciones pivotan. Se habla del final del mundial que coincidirá con su presencia en Lviv, de la situación psicológica de la población ucraniana y la labor fundamental de la mujer en el frente. “El país está desabastecido de antibióticos, antidepresivos, estabilizadores para el ánimo, de los medicamentos más básicos para tratar un simple catarro”. En los primeros kilómetros de este diario también se recuerdan a los tres soldados heridos que las enfermeras evacuaron de Lviv a Pamplona. “Seguimos en contacto con ellos. A Igor y a Dima no les han concedido la baja y tienen que regresar al frente”. Igor soñaba con montar una piscifactoría en su granja, encontrarse con su mujer... Curiosamente, en este instante, Dima envía fotografías del hotel donde se alojarán. “Está muy bien porque tiene luz”, asegura. 18 horas. “¿Cómo se puede hacer tanto en tan pocos días?”, resume la situación el enfermero Javier Esnaola, con una mochila a la espalda. Barcelona recibe a la expedición a 17 grados. “Y nosotros forrados con ropa de 15 bajo cero”, ríen. 23.30 horas. El vuelo de la compañía WIZZ aterriza con media hora de retraso en Katowice, una ciudad nevada. Los cien metros que separan la terminal del AirPortHotel se convierten en una travesía de esquí de fondo por carreteras solitarias. La iluminación navideña en las ventanas marca el camino. “Allí al fondo, ¿veis aquellas luces azules?”. El GPS del móvil lleva a una carretera sin salida. Los últimos metros se hacen interminables con el maletón de regalos. Oihane anima la comitiva con un villancico. Y el resto se arranca con Mi burrito sabanero. 8.30 horas. Hay que volver al aeropuerto para recoger los dos vehículos de alquiler reservados. Ha nevado toda la noche. La idea es alcanzar el paso fronterizo de Medyka a las doce del mediodía. 9.30 h. Beatriz habla con su hija Carlota por teléfono. “Mamá, ¿no suena la guerra?”, le pregunta. “No cariño, aquí está todo en calma”. Emociones en carne viva. El GPS calcula que a 70 km/h la llegada se puede retrasar hasta las tres de la tarde. 15.00 horas. Aparcamiento en Medyka. El equipo se uniforma con los chalecos amarillos de la Fundación. Además de la carga de los regalos de las mujeres, portan pequeñas mochilas personales. Sin embargo, al dar los primeros pasos y sortear una valla metálica, el maletón se engancha y la cremallera revienta. Rodrigo y Oihane se la echan encima y luego José Javier. Se escucha el quejido de la nieve. Luz cenicienta y paisaje de acuarela. Se respira tensa calma. En Pamplona, Nadiya Sohor, madre de Elena, permanece en todo momento pendiente. El equipo prosigue sin tregua por un sendero congelado de recuerdos. A su izquierda, las carpas de Acnur que cobijaron a los primeros refugiados, han sido doblegadas por el peso de la nieve. Una alegoría del olvido al que parece dirigirse el conflicto. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados, hasta 16,6 millones de personas han huido desde el inicio de la ofensiva militar rusa. “El éxodo más rápido en Europa desde la Segunda Guerra Mundial”, considera la organización. Es decir, más del 40% de una población estimada en casi 41 millones. Los policías de fronteras comprueban que las fotografías se corresponden con las de los pasaportes. No hace falta visado. Todo es relativamente sencillo. Y, al entrar en Ucrania, sorprende una imagen: una pila de mochilas militares en la acera y un grupo de jóvenes de paisano que esperan para poder cruzar en sentido contrario. A pesar del fallo eléctrico y la nieve, Ivan ha conseguido llegar a tiempo. Una vez dentro de la furgoneta, la calefacción ahoga y los cristales se empañan. Suena música disco en la radio. Hasta Lviv, dependiendo del estado de la carretera y si suenan las alarmas antiaéreas, quedan dos horas de viaje. “El hotel tiene protocolo de evacuación en caso de bombardeo”, recuerda Oihane. Oscuridad absoluta. Controles policiales y militares. Dos horas después, la furgoneta se desvía hacia un polígono industrial y aparca frente a la nave donde la asociación ‘Mujeres para el futuro’ almacena la ayuda humanitaria que les envían de todo el mundo. Nataliya Sohor, hermana de Nadiya, y otras voluntarias han preparado comida en una salita con pinta de refugio. Nada más entrar, en la pared, cuelga una bandera de Navarra firmada por las voluntarias y voluntarios de la Fundación. Nataliya sirve un coñac del país. “Muchas gracias por venir en esta época, arriesgar vuestras vidas y dejar vuestros hogares. Solo vuestra presencia aquí es muy importante, porque nos hace sentir que no os olvidáis de nosotras”. Palabras de bienvenida de Zoryana, encargada de un amplio grupo de mujeres repartido por todo el país que se aproxima a la línea del frente para repartir la ayuda. Entre el material acumulado en la nave y bien organizado en cajas, se distinguen cascos agujereados por balas y placas de cerámica reventadas a la altura del corazón y del cuello. Placas que se colocan bajo los chalecos. “Todos estos objetos han salvado vidas”, explica Zoryana. Inmediatamente, la expedición pregunta por las necesidades más importantes. “Ahora mismo las mujeres lo que necesitan son silletas para bebés y ropa de abrigo para sus hijos”, responden. Latidos de un nuevo reto que emprenderán a su regreso a Navarra. 20 horas. Un hombre vestido de San Nicolás, con barba blanca y un enorme báculo, aparece por la calle principal de Lviv en una noche de película de Navidad, que nada tiene que ver con la de una ciudad en guerra. Se escucha el sonido dulce de una flauta y el rumor de los viandantes al acercarse a su particular Papá Noel. Los tranvías circulan y los restaurantes están a rebosar. La vida sigue, a pesar de todo. Un fuerte estruendo sienta en la cama a Oihane a la una de la madrugada. No hay luz eléctrica en la ciudad. “Ha sido la peor hora de mi vida”, asegura la enfermera al calor de un café por la mañana. En realidad, el bombardeo no era más que el sonido del desplome de un bloque de nieve tras ceder del tejado e impactar contra una plancha de uralita. 10.30 horas. Nieva con fuerza. Parada en la sede de la organización de Xristina, a 30 kilómetros de Lviv, antes de continuar hacia Skole para repartir los regalos. Entre la mercancía se distingue el paquete verde de Katerine que sobresalía en Pamplona. Ahora viaja junto a un disfraz de ángel que acompañará a San Nicolás. “La carretera se está complicando por momentos”, avisa Oihane. Ivan mira sin comprender. El blanco envuelve extensas campiñas moteadas por casitas con huertos helados y chimeneas humeantes. 11.30 h. Se interrumpe la programación musical en la radio. Ivan sube el volumen. Una sirena antiaérea hiela los cuerpos. Al conductor le cambia el gesto. No hay dónde aparcar y buscar refugio. Elena envía un audio desde la furgoneta de Xristina, que circula por delante. “Varios cazas bielorrusos han disparado misiles hacia Ucrania. Estos ataques suelen durar una hora (...)”. Oihane recuerda las palabras de Dima. “Me dijo que éramos unas inconscientes por haber entrado”. Ivan solo conduce, serio. Miradas al cielo, en busca de estelas sospechosas. Beatriz se aferra al bolso donde guarda el sobre de su hija Carlota. Cualquiera es el objetivo. 12.30 h. Tras una hora deja de sonar la alarma y vuelve la música a la radio. También las sonrisas nerviosas. Las dos furgonetas se detienen en una gasolinera. Café y pizza. Es importante rearmarse. El litro de gasolina alcanza 1.40 euros. Entre iglesias con cúpulas doradas y blancas se distinguen las banderas rojas y negras de la sangre derramada. Hay más interpretaciones. 13.00 h. El reparto de regalos se llevará a cabo en tres centros de Skole. El primero, en un orfanato reconvertido para familias desplazadas. Aquí solo se entregarán paquetes recogidos en Ucrania. Y en esta ocasión será Ihor, el conductor de la furgoneta de Xristina, quien se convertirá en un dicharachero San Nicolás. A su lado estará en todo momento Lyuda, vestida de ángel, voluntaria de esta organización amiga. Dentro del orfanato esperan sentados en sillas veinte niños y niñas, que no dan crédito al ver entrar a los emisarios con los chalecos amarillos. San Nicolás llega y los pequeños se abalanzan al escuchar sus nombres. En un lado, con un osito de peluche, está Valeria, de 5 años. ¿Cómo es la guerra vista por una niña en Navidad?, pregunta el periodista. Elena traduce a su madre, de 38 años, que también se llama Elena. “Somos de Kharkiv. Tuvimos que huir porque nuestra aldea quedó arrasada. Este año Valeria solo ha pedido una muñeca. Su único deseo es encontrarse con su padre. Le echa tanto de menos. Se encuentra en el frente”. Termina el reparto y el coordinador prepara una visita rápida. En el gimnasio cuelgan hilos de los techos y se almacenan rollos de redes. ¿Qué es todo esto? Una de las niñas muestra cómo fabrican redes de camuflaje para los soldados y los carros de combate. Hay blancas y verdes. 14.00 h. El segundo punto de entrega de los regalos de Navidad no queda lejos, en la misma villa de Skole. En lo que parece un centro de actividades culturales, Xristina ha citado a los ochenta niños y niñas del hogar Nash Dim, pero no acuden todos. Suenan villancicos. El rumor de que San Nicolás ha llegado se ha extendido por la comarca y han aparecido otros niños con los que no se contaba. San Nicolás entra en el hall al grito de “¡Nikolae!”, mientras las voluntarias de la Fundación organizan los paquetes entre bambalinas. El santo luce corona, capa y barba blanca, empuña un largo báculo que los pequeños admiran desde el suelo. “¡Nikolae!”. El acto se celebra de manera ceremoniosa. Una gran bandera azul y amarilla enmarca el fondo. Delante también hay un banco de madera pintado de blanco, un árbol de Navidad y un portal de Belén. Los emisarios navarros comunican los nombres al ángel. La ilusión se acerca de puntillas, a veces dubitativa, sola o en brazos de sus madres, la mayoría. De pronto, mencionan un nombre, Katerina, y la pequeña, con una enorme sonrisa y un gorro granate que le cubre hasta las orejas se presenta sola para recoger el tesoro preparado por Teresa, la universitaria navarra. Y desaparece sin dejar rastro. Es curioso, ninguno arranca el papel de regalo. Y no lo harán hasta llegar a la habitación. El vestíbulo se impregna del aroma de las mandarinas y naranjas. Al finalizar el reparto, se presenta una mujer con su hijo. El niño se queda por detrás, tímido. Ella se acerca al ángel y pregunta si queda algo. Las voluntarias lo comprueban y vuelven a desplegar su magia gracias a la ropa “gordica” que la religiosa pamplonesa dejó en Ayuda Contenedores. Mientras, Lyuba, el ángel, toma en brazos al pequeño y giran a ritmo de villancico. El niño sonríe. 15 horas. El periodista busca a Katerina sin dar con ella. Xristina promete enviar su historia. Hay que continuar al siguiente punto de entrega. Anochece. Pero, al salir del edificio, una mujer columpia a su nieta de seis años. Uno de los policías municipales, José Javier, siempre atento, se acerca y les entrega otro de los abrigos nuevos y gordicos de aquella religiosa pamplonesa. La cadena de la solidaridad. Ya quedan menos niños. Alrededor de veinte. Todos esperan con gesto cansado y enfermos en el vestíbulo del edificio abandonado donde se cobijan con sus madres desde que tuvieron que huir de sus hogares. Ihor vuelve a vestirse de San Nicolás. En este grupo debe estar sentada Bika, la niña a la que Carlota ha mandado un regalo. Pero Beatriz no la conoce. 14 horas. El tiempo transcurre muy rápido. El reparto, con nombres y apellidos, se realiza como las dos veces anteriores. “¿Cuándo vais a regresar a Ucrania?”, le preguntan a Leticia antes de marchar. Y hasta que las enfermeras no concretan su respuesta ellas no cejan en su empeño. “Necesitan mensajes de esperanza”. Mientras esto sucede en el vestíbulo, en la primera planta Beatriz y Elena tratan de localizar a Bika. No tardan en dar con ella. Se encuentra con su abuela en una de las habitaciones. La niña se presenta en pijama rosa de Minnie. La niña reacciona con gesto serio, sorprendida. Elena toma su mano y Beatriz se pode de cuclillas, a su altura, luego saca el sobre del bolso. Y con la palma de la mano derecha en el pecho trata de bajar las pulsaciones. “Me llamo Bea, tengo una hija de seis años que se llama Carlota y te ha hecho un regalo para ti”. Las palabras hacen equilibrios sobre hilos de susurros. Bika escucha. El rosa del pijama contrasta con el amarillo de las paredes. Finalmente se atreve a agarrar el sobre y abrirlo. La emoción estalla al comprobar que Carlota envía pulseras, un bombón y un billete de 5 euros de sus ahorros. Se abrazan y Bika regresa a la habitación. La abuela entonces les cuenta que se hace cargo desde que el padre murió en el frente y su madre la abandonó al nacer. Es el cumpleaños de Beatriz y la expedición le ha regalado un ramo . El plan inicial de este último día es acercarse al cementerio de los caídos en Lviv, visitar el proyecto ‘Nash Dim’ para comprobar el estado de las obras, cenar en casa de Maks, un profesor de inglés además de cuñado de Elena, ver la final del Mundial y regresar a Polonia. 10 horas. El cementerio de Lychakiv se ha tenido que ampliar para enterrar a los soldados. Son tan jóvenes. Aprovechando la ocasión, a Beatriz le gustaría depositar el ramo en la tumba de una mujer. No tarda en dar con la fotografía de Kseniya, de 29 años, fallecida en combate el 11 de septiembre. La pamplonesa retira la nieve helada del marco y tras postrar silencio y oración, deja las flores con suma delicadeza. El viento agita en azul, amarillo, rojo y negro. Un poco más arriba, las enfermeras arropan el dolor de una madre. “Andriy tenía 30 años cuando el 20 de octubre murió desactivando una mina”, les detalla. Era ingeniero informático, experto en artes marciales y aficionado a los deportes acuáticos. La mujer muestra las fotografías en el móvil, practicando ju-jitsu, buceando, surfeando en Barcelona, donde quería comprarse casa. “Siempre sonreía y era muy guapo... No se puede vivir con tanto dolor ”. Leticia la rodea con su brazo y llora. “Ha sido el momento más duro en este país”, admite. Argentina ha ganado en los penaltis. Se ha hecho tarde y hay que regresar a la frontera para que no sorprenda el toque de queda a Ivan en la carretera. Maks y Elena conversan en el umbral de la despedida. “Después de Navidad me llamarán al frente. Será un reclutamiento masivo”, asegura. Los ojos se encharcan. “No quiero morir pero no tengo miedo”. Necesita hablar. “Nunca perdonaré a los rusos que me hayan impedido ver crecer a mi hija. Nunca”. Su hija vive en España con la madre. Elena se muerde el labio y termina por romperse. “¿Por qué estamos viviendo todo esto? ¿Por qué no se puede frenar que un país ataque a otro? Solo nos defendemos”. 22.00 horas. Al otro lado de la alambrada, en sentido contrario, un grupo de jóvenes militares de paisano desfilan con sus mochilas en dirección a la guerra. Elena grita: “¡Slava Ucrania!” (¡Gloria a Ucrania!). Días después, el periodista recibe la historia de Katerina, la niña de la fotografía con la que arranca este reportaje. Su nombre es Katya Demchenko y antes de la guerra le gustaba ir a la escuela y bailar en una academia de baile. Huyeron al principio de la invasión. “Katya estaba muy asustada por los bombardeos. Escapamos en coche con unos amigos y yo le tapaba los ojos con las manos para que no viese nada”, relata su madre. “Ella ahora está bien en Skole, pero el lugar es frío y aterrador sin luz. Extraña a sus compañeros. Nos marchamos sin nada. Nuestra casa está destrozada, pero soñamos con volver ”.

El viaje de un juguete para Katerina desde Navarra hasta la guerra de Ucrania

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