Altas temperaturas
Trabajar a pleno sol en una ola de calor
La ola de calor que abrasa Navarra desde el fin de semana no ha podido con aquellas personas que, por su ocupación, deben estar en la calle

- Miguel Cebriain
Un niño pequeño se bañaba en calzoncillos bajo unos chorros de agua que salían propulsados del suelo de la Plaza Yamaguchi . Otro, un poco más adelante, le gritaba a su madre preguntándole que a ver cuándo iban a comer. No tuvo respuesta. Era un poco más tarde de mediodía y el termómetro marcaba 32 grados. A escasos metros de los niños, Jean Carlos arrastraba una sombrilla vestido con un delantal negro y unos pantalones largos del mismo color. El sudor le recorría la frente. “Hay que aguantar”, se recordaba a sí mismo. Es una de las personas que, a pesar de la ola de calor, tenía que trabajar en la calle. Llevaba un año como camarero en el bar en el que se encontraba y confesó tener algunos trucos para aguantar el imparable sol que golpeaba la plaza. “Bebo mucha agua con hielo y he aprendido a amortizar los viajes a las mesas”, explicaba . Hablaba mientras desataba sin mirar la sombrilla que acababa de arrastrar. “Con este calor, la gente prefiere meterse dentro, donde hay aire acondicionado”, explicó antes de regresar rápidamente a la penumbra del bar.
“A partir de la 13.30 es cuando peor lo pasas”, explicaba Paula Valencia. Llevaba varias horas bajo una sombrilla blanca, sentada en una silla roja. Vestía una gorra y una camiseta del mismo color que la sombrilla. Era la primera vez que trabajaba como socorrista y planeaba quedarse hasta mediados de septiembre. “Me ducho cada diez minutos para combatir el calor”, confesaba. Le había tocado ese día vigilar la piscina grande de Echavacoiz; la que tenía toboganes y chorros. Mientras hablaba, sus ojos se dirigían a un grupo de niños. “Esto se suele quedar medio vacío a la hora de comer, entonces aprovecho para darme un baño y refrescarme un poco”, admitía. “Por suerte me dan varios días de fiesta por cada nueve que trabajo”, respondía.
VERDE Y AMARILLO FOSFORITO
El tránsito de los coches silenciaba cada cierto tiempo el sonido del cubo de basura que arrastraba Carlos Magán. No había mucha gente en la avenida de Bayona. Su mano derecha portaba un rastrillo y una escoba y la izquierda se aferraba al enorme cubo de basura. Ambas manos estaban recubiertas por guantes. Llevaba gafas de sol y una gorra color verde. El color de la parte de arriba de su polo coincidía con el de los bajos de sus pantalones largos: ambos amarillos fosforitos. Se había parado a descansar bajo la sombra de un árbol pequeño. “El secreto para aguantar está en la gorra, la botella de agua y en estar tranquilo”, confesaba mientras se secaba el sudor de la cara con la mano ocupada por el rastrillo y la escoba. Trabajaba de 7 de la mañana a 13.15 de la tarde de lunes a sábado. Aprovechaba cuanto podía por la mañana. “Ante este calor, es importante seguir la ley del mínimo esfuerzo; es crucial saber discernir en qué gastar tus energías”, explicaba.
El trabajo de Rosa era distinto, aunque vestía prácticamente igual que Carlos. Era casi la una de la tarde y se encontraba hablando con una pareja mayor, cerca de un puesto de la ONCE. Un olor intenso a calamares fritos inundaba una de las calles que conformaba su área de trabajo, en San Juan. Debía seguir poniendo multas a aquellos cuyo tiempo en zona azul había expirado; era plenamente consciente de que su trabajo no le hacía mucha gracia a la gente. Llevaba cinco horas y media en la calle y aún le quedaban cuatro. Hacía más de 35 grados. “Le acabas pillando la vuelta a esto de trabajar al sol”, admitía. La empresa para la que trabajaba, Dornier, se encargaba de repartir botellas de agua a sus trabajadores. A Rosa le quedaba una. También les instaban a seguir la sombra, aunque eso no siempre era posible. “Por la mañana tengo dos descansos, uno de veinte minutos y otro de quince que aprovecho para sentarme en un banco y refrescarme en las fuentes”, explicaba antes de volver al trabajo. Su indumentaria fosforita destacaba entre la gente. “Hace un calor que te cagas”, le dijo un chico a la chica que le acompañaba. “Bueno, por suerte estamos cerca de casa”, le contestó.