Bebedores sin nombre que sanan su alma

José ha traído un bizcocho. Muy esponjoso, con azúcar glas, y presentado sobre una de esas bandejas de cartón con blonda blanca que se compran en los bazares chinos. La tarde noche es tórrida. De un verano muy adelantado, casi ‘súper dotado’, en el que el mercurio del termómetro no baja de los 36 grados a las ocho de la tarde. Solo apetece beber agua fría. Muy fría. Pero muchas de las personas que se arremolinan en torno al bizcocho, toman un trozo de ese dulce, partido meticulosamente en cuadraditos, y conversan de esto y de lo otro. De la familia, el trabajo y, sobre todo, de ese bochorno que no permite ni respirar. Cualquiera diría que se trata de un grupo de amigos reunidos para contarse la vida alrededor de una copas de vino. Pero no. Muchos apenas se conocen (otros, sí) y el vino, la cerveza o cualquier otra bebida alcohólica son inexistentes y tan anónimas como ellos mismos. Como los bebedores sin nombre que se reúnen en esa bajera del barrio de Ermitagaña, en Pamplona, una vez a la semana o al mes para escucharse unos a otros y apoyarse en su objetivo común: no volver a beber. Por lo menos, durante las siguientes 24 horas. Si usted piensa en una reunión de Alcohólicos Anónimos, seguramente le vendrán a la cabeza esas imágenes vistas tantas veces en el cine, en las que un grupo de personas se sienta en corro en una sala. Resonará también en su cabeza aquella famosa frase de: ‘Hola, me llamo Pedro y soy alcohólico’. Y la respuesta animante y al unísono del resto de los compañeros: ‘Hola, Pedro’. Pero, al margen de esa anécdota, lo que se experimenta en esa terapia de grupo va más allá de los clichés y, por supuesto, los tabúes. Lo único que allí se bebe es la vida, que fluye a borbotones. Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, autóctonos y extranjeros conversan sobre su enfermedad crónica (el alcoholismo), su tratamiento (el grupo), sus almas dañadas y los destrozos que se han perpetrado en su vida (despidos, divorcios, cárcel, hospital...) Siempre aderezados con grandes dosis de soledad y sufrimiento. Pero también se habla de esperanza, de biografías recuperadas, de verdaderos amigos que te comprenden más que la propia familia y de una felicidad que, aunque parecía inalcanzable, es más que posible. Con motivo del 87 aniversario de la creación de Alcohólicos Anónimos, un 10 de junio de 1935 en Estados Unidos, el grupo ‘Renacer’ de Pamplona permitió asistir a su reunión cerrada a una periodista y un fotógrafo. Para trasladar lo que allí se habla a la gente que tenga problemas con el alcohol (ellos o sus familias). Y animarles a acudir. Las líneas que siguen, con nombres falsos de historias reales, cuentan lo que allí hablaron y vivieron doce hombres (uno de ellos, moderador) y una mujer de entre 43 y 75 años. Una experiencia que erizaba la piel a pesar de la canícula. Atrévanse a cruzar esa puerta y tomen un trozo de bizcocho. Son todos bienvenidos. ORACIÓN DE LA SERENIDAD | UN PODER SUPERIOR QUE AYUDA El moderador de la reunión, Iosu, de 61 años y con más de tres sin beber, conduce la ‘plegaria de la serenidad’, una oración del teólogo y filósofo estadounidense Reinold Niebuhr, antes de comenzar con los testimonios. Y las trece voces resuenan al unísono: “Dios, concédeme serenidad para aceptar todo aquello que no puedo cambiar /valor para cambiar lo que soy capaz y sabiduría para entender la diferencia”. El tema del día, miércoles 15 de junio, es el del ‘poder superior’, ese Dios o ‘ente’ (que cada uno entiende como quiere) que es quien ayuda a dejar de beber. “Puedes hacer de Alcohólicos Anónimos tu poder superior. Yo creía que Dios era cruel. Pero mi vida mejoró y empecé a creer en este poder”, lee Antonio uno de los puntos de programa (que incluye doce pasos). “Hay gente que es alérgica y no puede tomar algunos alimentos. Lo mismo nos ocurre a nosotros con el alcohol. Debemos aceptar nuestras limitaciones y las características de nuestro cuerpo”, continuaba su lectura. Y concluía: “El alcoholismo es similar a la ceguera. Podemos ir a todas partes de forma segura siempre que admitamos que somos ciegos”. UNA ENFERMEDAD INCURABLE, PROGRESIVA Y FATAL Xabier, de 55 años, toma ahora la palabra y hace una reflexión que se repite como un mantra durante toda la reunión. “El alcoholismo es una enfermedad que te mata. No tiene cura pero sí tratamiento: mantenerse alejado del alcohol. Solo por 24 horas. Solo por hoy. Una idea válida para todos los aspectos de la vida”. “Es una enfermedad de tipo espiritual y hay que vivir una experiencia interna para poder salir. Yo vi que Alcohólicos Anónimos era para mí”. “Gracias, Javier”, anima el resto del grupo cuando termina su intervención. A la que se suma José Luis, también en la cincuentena. “El alcoholismo es una enfermedad incurable, progresiva y fatal”. Y añade más adjetivos: silenciosa, sorda, estigmatizada. “No aporta ningún privilegio a la persona”, bromea. Y se pone serio para recordar que esta patología también mata en forma de infartos al corazón, cirrosis, accidentes de tráfico, suicidios... “Me siento bien aquí, con los compañeros del grupo. Es el único sitio donde está la solución”, zanja. Mientras habla, los demás asienten y todos coinciden en que el grupo fue su tratamiento. “Venir a las reuniones ha logrado lo que parecía imposible: parar la enfermedad. Sigo viniendo para no volver a beber. Ha sido mi salvación”, confiesa José. ALCOHÓLICO, ENFERMO Y MÉDICO Emilio toma la palabra. Tiene 73 años y viste una bermuda, un polo verde y calza mocasines. Tiene porte y discurso de haber sido un ejecutivo. Su objetivo es muy claro: “Que se sepa qué hacemos aquí y de qué hablamos. Porque no estamos los ‘manguis’ de la ciudad. Hay gente de todo tipo”, insiste. Y recuerda que, en su caso, llegó a Alcohólicos Anónimos con 32 años, hace ahora 41, y cuando había tocado fondo con el alcohol. “Mi mujer me amenazó con dejarme y yo quería salir del agujero”. Lo ha logrado. Desde entonces, desde ese 1981, no ha dejado de asistir a las reuniones dos veces por semana, en cualquier parte del mundo a donde le ha llevado su trabajo. Porque el programa es el mismo. “El alcoholismo es como la fiebre. No puedes decir que nunca más en tu vida vas a tener fiebre porque no lo sabes. Con la bebida ocurre lo mismo. No depende de nuestra voluntad”, subraya. Y recuerda que el alcohólico es al mismo tiempo el enfermo y su propio médico. “Hay que venir a las reuniones para saber qué remedio se puede aplicar”. Él recuerda que al entrar en el grupo “volvió a nacer”. “Cuando dejé de beber, tenía 32 años pero es como si sumara 14. Al haber tapado mis problemas bebiendo, no había madurado lo esperado para mi edad”. Califica el programa de AA como “algo grande” que ha “bebido” de la psicología, la filosofía y la espiritualidad. “El ingrediente principal del alcohólico es la rebeldía y cruzar esta puerta - confiesa señalando a la de la sala- resulta muy difícil. Una multa, una bronca, un accidente... te traen hasta ahí”. A un entorno de gente muy diversa que él presenta del siguiente modo: “Somos personas normales y corrientes tratando de recuperar la vida”. Poco más que añadir. “Gracias, Emilio”. LA ENFERMEDAD DEL ALMA | EUFORIA Y DEPRESIÓN La cabeza de Alfredo sube y baja en señal de asentimiento al testimonio de Emilio. Sentado en la silla de al lado, comienza su discurso. “Yo me emborrachaba aunque no quería. Sufría de angustia vital. Porque el alcoholismo es la enfermedad del alma. Alterna la euforia, la depresión y otra vez, vuelta a empezar. Estaba encerrado en mi propia jaula, en la que metía todas mis miserias. El grupo de terapia fue todo lo que necesite para dejar de beber”. ¿Por qué? “Porque nunca hay regañinas ni nadie juzga. Si había bebido, lo decía y lo aceptaban. ¡Es gratis, abierto a todo el mundo y ayuda! Yo seguiré viniendo”. Alfredo recuerda que sufrir una “enfermedad vergonzante, como todas las psiquiátricas” generó en un gran sufrimiento en su familia (esposa, hijos, padres...) “Entendí que no se trata solo de dejar de beber sino de vivir bien. Aquí he recuperado mi vida y estoy en el camino de la felicidad”. SOLEDAD | ESCLAVITUD Y LIBERTAD Fran tiene ganas de empezar a hablar. Cuenta que llegó al grupo “tarde”, cuando llevaba treinta años bebiendo y tras “muchos experimentos y promesas incumplidas”. “Vine muy solo y por casualidad. Si un psiquiatra no había conseguido ayudarme, ¿qué hacía aquí? Pero el primer día salí llorando. Por primera vez, no me sentía solo. Cuando un mes antes, había querido quitarme del medio”, se emociona al recordarlo. “No tenía ninguna fe porque no había logrado nada antes. Pero solo me apoyé en el grupo y aquí sigo después de quince años. Entendí que hay un poder superior (que cada uno lo interprete como quiera) que me ha ayudado. Somos cuerpo y alma pero nuestra parte espiritual es la que más vale”. Cada vez que llega un nuevo compañero, continúa su discurso, nos “revive” todo lo que pasamos. “Lo más importante es que somos anónimos: lo que aquí se dice aquí se queda”. MUJER | MÁS ESTIGMA Carmen, 72 años, es la única mujer del grupo y ha escuchando las intervenciones de sus compañeros abanicándose con uno de los folletos de propaganda de AA que ha cogido de la mesa del moderador, a falta de abanico. Como muchos de los presentes. Y se anima a compartir su historia. “Yo no soy ningún bicho raro. Aunque el alcoholismo en las mujeres está mucho peor visto y tiene un ‘handicap’ mayor”. Las reuniones, considera, desprenden un “algo de misterio” y aportan “una dosis de paz”. “Cuando vengo, hago acopio de calma y de sosiego. Tomo mi dosis de paz para luego poder seguir con mi vida y enfrentarme a los problemas. Para mí es una aprendizaje de vida inestimable”. Ella se define como alcohólica por tener sus sentimientos heridos. “Yo nunca he ido a ningún bar. En mi casa he dispuesto todo el alcohol que he querido. Me encuentro bien aquí y lo necesito. El resto del día, arreglo mi vida para poder venir”. Igual de ‘enganchado al grupo’ está Iosu, el moderador, un alcohólico de 61 años, que recayó tras años sobrios y que lleva más de tres sin beber. “Yo era muy rebelde y siempre buscaba el enfrentamiento con quienes me recriminaban que bebiera. La primera vez vine porque mi mujer me amenazó con el divorcio. Pero no tenemos que venir por los demás sino por nosotros mismos”. Al principio, pensaba que los asistentes eran unos “zumbados” y no creía en un poder superior. “Pero veo que ese ‘ser’ era el grupo, mi escuela de vida y esperanza, que ‘engancha’. He vuelto con los míos y ahora soy la persona más feliz del mundo!” ÚLTIMA TABLA DE SALVACIÓN | MÁS ALLÁ DE PSICÓLOGOS Christian, 43 años, dos en el grupo y de familia de militares, es el último en intervenir. “En mi casa, todos han sido bebedores ‘fuertes’ y yo empecé a los 16. Un día, desperté a mi mujer a las tres de la madrugada y le rogué: ‘Necesito ayuda’”. La que le está presentando el grupo. “Tengo esta enfermedad para toda la vida pero ahora estoy orgulloso de ser alcohólico en sobriedad”. Ningún médico, psicólogo o psiquiatra, insiste, puede ofrecer este tratamiento. “Porque es un programa que sugiere y no impone. Si me dicen: ‘Siéntate aquí y no bebas, no lo hago. Pero como no me obligan...” Su asistencia voluntaria le anima. “Si no vengo, me empiezo a desmotivar. Por eso, sigo asistiendo”. MANOS UNIDAS | FONDOS PROPIOS El reloj de la pared, junto a libros sobre el programa de los doce pasos y una foto del cofundador Bill Wilson (un hombre de negocios de Nueva York), avanza y las agujas ya marcan las nueve. Una hora de emociones a flor de piel sobrevolando la sala en un aire caliente, que no se mueve ni aunque puertas y ventanas estén abiertas haciendo corriente. Iosu, el moderador, pasa una bolsa de tela de color morado, que como en las iglesias, circula de mano en mano para que los asistentes hagan su donativo. La institución, recuerdan, no acepta subvenciones y se financia con fondos propios. Tras dar la vuelta a la sala, la bolsa regresa a la mesa con 38,5 euros. Y continúan los rituales. El último es levantarse, darse las manos y repetir la oración de la serenidad, dirigida, ese día, por Carmen. Se despiden y salen al vestíbulo. Vuelven a hablar del tiempo y de sus cosas. Aún queda algo del bizcocho de José.

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