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120 aniversario

Expectativas y esperanzas

Si me dieran a elegir, entre todas las edades de la vida, una edad para llegar al Diario, repetiría la de 1966, con la juventud cargada de expectativas, bastantes expectativas, y de esperanza, mucha esperanza

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Periodista y cronista de Pamplona, ha sido subdirector de Diario de NavarraARCHIVO
  • Jose Miguel Iriberri
Publicado el 13/03/2023 a las 06:00
Más de cien: veinte más. Este periódico, que es mi periódico, ha cumplido ciento veinte años. Si salen bien las cuentas, y desde luego hay pruebas documentales del nacimiento, Diario de Navarra está ya al borde del siglo y cuarto, que dicho así suena más serio, aunque espero que no más solemne porque al arriba firmante la solemnidad le provoca taquicardias.
Para que el aniversario le pillara bien equipado, Diario de Navarra estrenó hace un año una máquina rotativa. En adelante, los periódicos saldrían definitivamente a todo color y en todas sus páginas, porque el mundo es en color, lo mires por donde lo mires, aunque la vida se viva tantas veces en blanco y negro. La nota de la nueva rotativa no viene aquí como de pasada, qué va: le sirve a uno para justificar su desembarco en este suplemento conmemorativo. Verán; el Diario mantiene desde su natalicio una corriente de renovación que le ha llevado a estrenar nada menos que siete máquinas rotativas en sus 123 años de vida, y yo he tenido la suerte profesional de haber asistido al estreno de cuatro de las siete rotativas: las de 1966, 1984 y 1995 como miembro de la Redacción durante 46 años de nómina y plantilla, y esta última, la rotativa de 2022, ya jubilado, como articulista volandero. ¿Mi edad? Toda. Con esa retranca que por lo visto se gasta el Ministerio del Interior, en mi carné de identidad ha puesto: “Validez, 01-01-9999”. Sinceramente, no sé si me veo con fuerzas. De todas formas, en algo es uno el mismo chaval de 1966: el funcionamiento de una rotativa me sigue pareciendo el mayor espectáculo del mundo. ¿Dónde se ha visto un mecano de 30 metros de largo sacando periódicos a la velocidad del sonido?
En Madrid 1945, de reciente edición, advierte Andrés Trapiello que “se puede vivir sin expectativas, pero no sin esperanza”. En 1966, cuando yo entro en el periódico, tenía expectativas, unas cuantas expectativas, y tenía esperanza, mucha esperanza. En realidad, apenas tenía otra cosa: el título universitario, cuatro cucharadas de experiencia y el futuro esperando impaciente en su sitio. Nada más entrar me encontré con que José Javier Uranga, el director; José Javier Testaut y Julio Martínez Torres, los redactores jefe, y el cuadro de redactores estaban también haciendo las maletas -expectantes y esperanzados- rumbo al futuro. En menos de dos meses bajábamos de la calle Zapatería al nuevo edificio de Cordovilla, donde ya funcionaba la nueva rotativa Koenig. Empujando materialmente al tiempo, creció el número de redactores y también el de redacciones, empezando por la de Tudela. (Por cierto, tanto por entonces, a la llegada, como 46 años después, cuando me jubilé, los nuevos periodistas entraban al Diario por las puertas de la dirección y la redacción, no por ninguna otra del organigrama empresarial. Un procedimiento altamente saludable para el ecosistema informativo y el desarrollo profesional).
Expectativas y esperanzas, decía. Nada más normal que aquel aliento emprendedor de trabajadores y empresarios de Diario de Navarra. Era el mismo latido de la comunidad. Un periódico ha de ser fiel reflejo de la sociedad a la que informa y de la que se informa, y el nuestro lo ha sido siempre. En los años 60 Navarra estrenaba cada día el porvenir y vivía en el día siguiente. La Diputación Foral, con Félix Huarte y Miguel Javier Urmeneta de pioneros, ponía en marcha el Programa de Promoción Industrial, la Universidad de Navarra abría facultades de un curso para otro y la UNED estrenaba otras formas académicas junto a los terrenos que pronto dibujarían el campus de la Universidad Pública de Navarra. Crecía la industria, el comercio, el agro, la población. El cambio económico y social coincidía con la alborada de la Transición, el salto histórico de la dictadura franquista a la democracia constitucional. Fiel espejo de la sociedad una vez más, Diario de Navarra abrió sus páginas al cambio y contribuyó al mismo, no sin aguantar situaciones críticas que pudieron costarle la dirección a José Javier Uranga, el Ollarra firmante Desd’el gallo de San Cernin.
La memoria es antojadiza. Se presenta a la prueba de selectividad cada vez que uno la invoca. Y elige el temario. De aquellos años, los de mi llegada, recuerdo especialmente los episodios municipales de la Transición, que en el Ayuntamiento de Pamplona adelantaron los llamados “concejales sociales”. Cada quince días, sin saltarse una convocatoria, los sociales subían el eco de la calle al salón de sesiones y se las apañaban para hablar del cambio político aunque hablaran del Bosquecillo. En teoría eran la oposición consistorial; en la práctica, la oposición al régimen. Para sorpresa y desconcierto del Gobierno, Pamplona rompía las hechuras asfixiantes de la legislación local. Aquella riada municipal inundaba al día siguiente la última página (formato sábana) del periódico. Desde la inviolable independencia, los redactores de la sección trabajábamos siguiendo el debido interés informativo y no sé si exactamente, pero al menos aproximadamente, la deseable objetividad. Vamos a dejarlo ahí.
No todos los acuerdos consistoriales fueron los mejores acuerdos, ni los asuntos marginados merecían el olvido. No todas las mañanas salía el sol por levante ni todas las tardes dejaban el sabor de un chocolate de Subiza con churros de la Mañueta. Fueron también años de convulsión social, de represión y de terrorismo. La cuestión es que el cierzo vitamínico del cambio soplaba desde la mayoría ciudadana hacia la Constitución del 78 y la Transición de la concordia. El periódico supo en cada momento dónde estaba porque mayormente distinguía el eco de las voces y las apariencias de la realidad. Y en esa geografía ambiental de riscos y valles, luces y sombras, los redactores estábamos descubriendo un nuevo mundo sin embarcarnos en ninguna carabela. De manera que si me dieran a elegir, entre todas las edades de la vida, una edad para llegar al Diario, repetiría la de 1966, con la juventud cargada de expectativas, bastantes expectativas, y de esperanza, mucha esperanza. Y uno, que está aquí de celebración, no va a ser tan cantamañanas como para encarar la fiesta con tintes adversativos. Para acudir a soplar velas hay que salir de casa educadamente llorado.
De eso quería escribir en esta página. Los lectores saben el resto. Terminaré por el principio, con un recuerdo del tiempo de la Transición, precisamente, y unas líneas de admiración, homenaje y agradecimiento a José Javier Uranga. Nuestro Diario se reconoce a sí mismo y lo reconocen sus lectores por el compromiso con la Constitución y el Fuero, un compromiso firme, consecuente y recto de todo el periódico, personificado en el director, que los terroristas de ETA no consiguieron doblegar ni con amenazas ni a tiros. José Javier Uranga caería abatido por 25 disparos, a las puertas del periódico, el 22 de agosto de 1980. Más de un año después, y tras una larga y dolorosa recuperación, volvía a escribir con la valentía, los principios y la profesionalidad de siempre. Pudo marcharse a descansar en paz. Se quedó a trabajar frente al terror. Alguna vez he escrito que el fin de ETA llegó por el empuje de la sociedad, la persecución policial, las sentencias judiciales y también por el ejemplo de personas que, como José Javier Uranga, pusieron su pluma y su vida al servicio de la libertad de todos.
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