La lengua como algo impuesto
- Ana García López
Como tantas otras cosas: mis padres, el lugar geográfico donde nací, mi entorno afectivo infantil, mis genes..., yo no pude elegir la lengua que ahora mismo estoy utilizando. La hice mía sin ninguna intencionalidad. El vínculo que se estableció entre ella y el resto de mis componentes de origen se convirtió en indisoluble. Nada que no le ocurra al resto de los mortales.
Conforme pasa el tiempo, las circunstancias que nos rodean van tirando de nuestra atención en distintas direcciones. Algunas acaban destacándose y despertando un interés especial. Por ejemplo, el lenguaje. No en vano es un medio sin igual para comunicarnos con los demás, sobre todo si lo hacen en nuestro propio idioma. Según un estudio reciente del Washington Post, parece que en el mundo se hablan unos 7.100. Ante semejante diversidad, me pregunto, divagando, qué estructura y características intrínsecas pediría yo a una lengua si fuera posible configurarla a deseo.
Pienso, a bote pronto, que sería todo un hito que pudiera dar nombre a todas las cosas visibles e invisibles; que fuera la preferida de sabios y poetas; que sirviera para lo menudo y lo grandioso, lo concreto y lo abstracto; que atrapara con maestría los anhelos del corazón y de la mente, que fuera grata al oído y de fácil escritura… Sería deseable también que tuviera muchos hablantes para así tener más opciones de ampliar conocimientos, comprender mejor el mundo y estrechar lazos.
La pregunta que me surge a continuación es: ¿habría sido mejor encontrarme al nacer con un idioma unificado común? No tengo la respuesta, aunque eso significaría que al menos había quedado atrás un problema: utilizar las lenguas como armas arrojadizas. Para eso no hacen ninguna falta. Podemos no entendernos perfectamente usando el mismo código lingüístico.
En definitiva, y volviendo al principio, todos acogemos un idioma que se nos impone al nacer. Lo hacemos propio y pasa a ser un aliado querido e irrenunciable. Lo mismo habría ocurrido si hubiéramos mamado otro cualquiera. Hablar una u otra lengua no nos hace merecedores de ninguna cualidad específica. Hubo un tiempo en el que la pluralidad de lenguas se consideró un castigo divino. Aquí y ahora se tiene el criterio contrario: la coexistencia obligada de dos en el mismo territorio -costosa en tiempo, esfuerzo y recursos- se nos impone como algo que supuestamente hay que celebrar.
Deberíamos encarrilar mejor nuestra necesidad de pertenencia.
Ana García López