Q UÉ extraña sensación fue la de ver un partido de fútbol tan intenso, tan vibrante, con tanto en juego y no tomar posición por nadie, pero a la vez tener algo muy claro: querer que le saliera todo bien a Undiano. Más o menos, eso fue lo que le ocurrió al aficionado navarro que vio la final de la Copa del Rey.
Se adelantaba el Valencia, pues vale. Sentenciaban, o casi, los de Koeman, ni frío ni calor. Pero se acercaba un blanco o un azul a protestar a Alberto Undiano y sus paisanos no podían evitarlo: "Marchena, siempre igual de marrullero, ¡échalo!". "Pero, ¿qué protesta Villa?". "Ya les vale de fingir, si ése no tiene nada"... Era una experiencia distinta, ver un partido desde el punto de vista del árbitro, ese personaje por el que nunca se decanta nadie.
Por eso, cuando al borde del descanso Undiano hizo caso a Fermín Martínez y señaló penalti, los aficionados navarros miraron con más interés que nunca la repetición: habían acertado. ¡Menos mal! Fue una decisión valiente, importante y en un marco de gigantesco valor. A pesar de la nula ayuda de los jugadores, los dos navarros salieron bien parados de la gran final, aunque no ganasen ningún título.
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