Nuevos poetas para la vida

Mi hijo mayor, a punto de cumplir 17 años, terminará Bachillerato en doce meses. ¿En serio? ¿Ya han pasado quince años desde que comenzó el colegio? ¿Desde que lo dejaba llorando en el patio de Infantil con su bocadillo en una bolsa de tela con su nombre bordado? ¿Desde que cantó sus primeros villancicos vestido de pastorcillo, pateó orgulloso un balón de fútbol con sus amigos en los recreos, fue de excursión a ver vacas y cerdos a granjas para escolares y nos deleitó con sus bailes en el festival de fin de curso vestido del mismo color que sus amigos? Increíble pero cierto. No me quiero poner nostálgica. Por ahora. De momento, me fijo en sus compañeros de colegio un año mayores, en las hijas de mis amigas o en los vecinos. En aquellos chicos, con la cara aún salpicada por el acné, que se pierden en los trajes, corbata y zapatos mocasines que se enfundan y calzan por primera vez. O en las jovencitas, con trabajados peinados de peluquería, tacones imposibles y vestidos largos que abrazan esos cuerpos esbeltos que se lucen a los 18 años. ¡Qué envidia! Estamos de graduaciones. Basta con salir a la calle. A las puertas de cualquier colegio e instituto. Pasearse por los restaurantes y discotecas. Y admirar a esos jóvenes con el rostro pintado de ilusión. La que solo se tiene a esa edad, cuando el resto de la vida se escribe en futuro y todas las posibilidades aún pueden convertirse en realidad. Los nuevos poetas salen a la vida. A escribir sus propios versos y a completar los renglones de su relato. ¡Que seáis muy felices! Digo que no me voy a poner nostálgica pero no lo puedo evitar. Lo siento. Me cuesta. Y no solo me dan ganas de llorar al recordar a mis hijos pequeños sino también al visualizarme a mí misma hace veintinueve años, el día en el que terminé COU. Me acuerdo de la ropa que llevaba y de mi pelo rizado (si no te hacías la permanente en los noventa, no eras nadie). Claro que no es difícil de recordar aquella imagen porque a veces contemplo las fotos que me saqué con mis amigas en la majestuosa escalinata del instituto. Con aquellas vidrieras con escudos como fondo del decorado. Visualizo perfectamente nuestra ilusión por empezar a estudiar Periodismo, Medicina, Derecho, Economía... Y cómo salíamos de allí tan diferentes a las niñas asustadas que llegamos del colegio con 14 años. Cuatro cursos en aquella época eran como toda una vida. Cuando ahora tres, cuatro, cinco y hasta una década se te escurren en un suspiro. Sin darte cuenta. El momento de la graduación, del terminar la etapa escolar para comenzar la universidad, otro tipo de estudios superiores o iniciarse en el mundo laboral es, sin duda, un punto de inflexión en la vida. Del que dependerá tu futuro. O quizá no. Porque, aunque a los 18 años no lo parezca, todo es reversible. Y siempre se puede volver a empezar. En la vida o en el trabajo. Pero que me desvío. Insisto en que es un momento de cambio. Tanto que ha sido el argumento de muchas novelas y películas, ya convertidas en grandes clásicos. No puedo dejar de recordar la que para mí marcó mi adolescencia. Ya que su argumento iba al compás de mi día a día. Hablo, claro está, de ‘El club de los poetas muertos’ (Dead poets society, dirigida por Peter Weir en 1989). Además de la cinta, Nancy H. Kleinbaum publicó una novela basada en el guión de la que presenté un trabajo para Literatura que aún conservo. Y en el que me refería a esos aprendizajes tan adolescentes (cambia tu punto de vista, sé único y extraordinario, encuentra tu pasión...) Otros títulos que ya se han convertido en clásicos son ‘El primer año del resto de nuestra vida’ (Schumacher, 1985), ‘Carrie’ (Brian De Palma, 1976) o las más recientes ‘Lady Bird’ (Greta Gerwing, 2018) o la saga de ‘High School Musical’ (Kenny Ortega), un homenaje a los ‘prom’ o fiestas de graduaciones estadounidenses. En cualquier caso, con fiesta o sin ella, con baile o en la barra, con pareja o amigos, los graduados recordarán estos días por y para siempre. Luces y sombras. Risas y llantos. Cimientos de su futuro. La suerte está echada.

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