Mi mamá me mima

En poco más de un mes cumpliré diecisiete años como madre. Casi la mayoría de edad. Ni me lo creo. Aunque me resulta una sensación extraña. Por un lado, me veo igual que hace veinte años (visión distorsionada, lo sé) e incluso tengo algunas prendas de ropa de entonces (las menos, la verdad sea dicha). Pero, por otro, me parece que mis hijos hubieran poblado siempre este mundo y me hubieran acompañado siempre en mi vida. Porque, ¿cómo era mi existencia anterior? ¿Cuando solo debía preocuparme por mí y no atesoraba a tres personitas en mis pensamientos día y noche? Entonces, el sueldo se me antojaba alto porque no pagaba ortodoncias, campamentos, entrenamientos de baloncesto ni clases de música. Y el sueño lo disfrutaba de manera continua. Sin ningún tipo de despertar nocturno. Porque el bebé lloraba o el adolescente no regresa a la hora convenida. En mi línea habitual, me he puesto nostálgica. Los ojos se me vuelven líquidos cuando contemplo fotos de mis hijos pequeños. Y, aunque doy gracias, por no tener niños enganchados a la teta ni el olfato más desarrollado que el de un sabueso para detectar escapes de todo tipo, confieso que no sé dónde se ha escapado el tiempo. Pero no voy a ponerme moñas. Sino a esforzarme por hacer un ejercicio positivo sobre maternidad. Que no sean solo quejas. Pero tampoco, imágenes bucólicas. ¡Feliz día a todas las madres! En especial, ¡a la mía! Las que siguen me resultan unas líneas insuficientes para hacer memoria y recordar todo lo que he aprendido como madre. Pero lo voy a intentar. En el mismo paritorio, como primeriza, me di cuenta de que podía aguantar mi propio dolor físico (doy fe de que fue mucho) pero era incapaz de soportar el llanto de mi hijo. Porque creía que sufría (por su llegada al mundo, el sentirse fuera de un lugar seguro y más adelante, por hambre, sueño y cansancio). Lo segundo que aprendí fue que los cólicos no son solo afecciones del riñón (muy dolorosas, no lo niego). Sino unos llantos incontrolados con los que los bebés se retuercen de dolor, encogen y estiran sus piernecillas, crees que van a morir porque no pueden aguantar más esa tortura y lloras con ellos. Fui consciente, también, de que la leche, al menos la mía, salía a chorro de mi pecho y, si me descuidaba, empapaba la carita de mi hijo. Aprendí también que ese líquido blanco que da vida puede provocar dolor físico y fiebre alta ‘si se atascan las tuberías’ y hasta taquicardias al contemplar ansiosa los dígitos de la báscula en la consulta del pediatra. ¿Habrá ganado peso o no? Unos números que aplaudes más que la nota de cualquier examen. Otras de las mayores enseñanzas que me llevo me la regaló mi amiga y compañera Tita: “No actúan si no tienen público”. Porque son grandes actores. Así me iba a trabajar con el estómago anudado cuando dejaba a los niños con la cuidadora o en la guardería y su llanto estridente me acompañaba durante minutos. Aunque ya solo resonara en mi cabeza. “¿Han llorado mucho?”, preguntaba al recogerlos. “Nada. Se han callado en cuanto te has ido”. Alivio y rabia al mismo tiempo. La llegada de mi hijo mayor al colegio me enseñó a ser más sociable. A relacionarme con la madres de sus amigos, que todavía son amigas mías, para que él tuviera su vida social. La escuela me brindó también la oportunidad de volver a dibujar, colorear, leer cuentos, supervisar escritos en cuadernos pautados, abrazarles cuando algún niño les había insultado o no les elegían para sus equipos de fútbol. Y reñirles cuando eran ellos los que actuaban de ese modo con algún compañero. ¿Y ahora en qué momento estoy? En el de aceptar que soy como la luna. Que siempre nos acompaña aunque no se vea. Que siempre alumbra aunque no luzca en el cielo. He aprendido que, mal que me pese, mis hijos no son míos. Ni de su padre. Ni de sus abuelos. Los hijos son suyos. De ellos y de la vida que construyan. Porque ya les queda poco para ser mayores de edad y volar libres. La misma edad que estrenaré yo como madre. Aunque me cueste.

Mi mamá me mima

En el paritorio aprendí que puedo soportar mi dolor físico pero no el llanto de ninguno de mis hijos

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