¿Ciencias o letras?

¿Qué te hubiera gustado ser si no fueras periodista o profesora?” Mi hijo pequeño, 9 años y muchas dudas existenciales entre una pirueta y otra, me lo soltó así, de repente. Como hace él todas las preguntas. De un salto hacia atrás para que no me salpicara el aceite hirviendo de las croquetas (congeladas) que estaba friendo para la cena, respondí sin pensarlo mucho: “Librera. Me hubiera encantado tener mi propia librería”. Y con la rasera aún en la mano, sentí su decepción taladrándome la nuca. “¿En serio? ¿Para leer libros? Buf, qué aburrimiento”, sentenció. Por si fuera poco, su hermano, que hoy celebra 14 inviernos, le reforzó. “Además, con ese negocio no se gana nada de dinero. ¿No preferirías haberte dedicado a la inteligencia artificial o ser empresaria?”, espetó. Pues no, pensé. Aunque mejor me hubiera ido, seguí reflexionando. Pero las palabras que brotaron de mi boca se convirtieron, sin embargo, en estas. “Una librería es algo muy bonito porque protagonizas muchas vidas leyendo las historias escritas por otros. ¿No os parece?” No. No les pareció. Pero yo me quedé satisfecha de haber sembrado una semilla más en este campo de la educación que, a veces, es secano; y otras, regadío. Me acordé entonces de mi entrevista de la semana pasada para mi podcast a Juan Gallego, ‘coach’ en acompañamiento laboral, educador y, sobre todo, amigo. Recordé los consejos que ofrecía a adolescentes, jóvenes y a sus familias para tomar decisiones en la vida en momentos tan decisivos como el de elegir qué estudiar. El ‘Ikigai’. Ese término japonés que, más allá de encontrar la pasión por vivir, se refiere a la toma de decisiones para lograrla y se sustenta sobre cuatro patas para no desestabilizar la silla: la pasión, saber qué hacemos bien, conocer dónde hay trabajo y tener claro cuál es nuestro propósito en la vida. Así mismo se lo trasladé a mi hijo mayo, a punto de cumplir 17 y que atraviesa ese momento tan complejo de la vida, en el que el futuro pende de un hilo. Pero tan apasionante porque toda la historia está aún por escribir. Y todo el futuro es eso, porvenir. Por llegar. Por asombrar. Casi se me queman las croquetas porque mi cabeza seguía centrifugando al ritmo de la lavadora que saltaba a mi lado bajo la encimera. ¿Y yo? ¿Elegí bien mi destino, ese futuro que ya es presente? ¿Realmente tenía vocación de periodista o hubiera sido más feliz dirigiendo un banco o exportando los tintos y los blancos de una bodega por Asia y Oceanía? Mi bolsillo seguramente estaría más lleno. Mucho más. Pero no sé si mi felicidad cotizaría más enteros. Aunque es cierto que en momentos de cambio, de crisis o tan solo de cansancio elevado a la enésima potencia, fantaseo con la idea de marcharme y de abrir una pequeña librería en un pueblo del Pirineos o en un acantilado junto al Cantábrico. Lo sé. Regresa mi imaginación novelesca y me veo cual Emily Mortimer en ‘La librería’, la película de Isabel Coixet, con argumento de la novela homónima de Penélope Fitzgerald. Unas páginas en las que la protagonista, Florence Green, inaugura su pequeño negocio en un pueblo costero de la campiña inglesa en 1959. Porque además de ser viuda, ama la literatura, los libros y sobre todo, su propia libertad. No quiero agobiar a mi hijo a decidir su destino mientras engulle croquetas de jamón. Ya habrá tiempo. Aunque desde su perspectiva de los 17 años todo es un drama, visto con treinta más, nada parece tan terrible. Porque siempre hay tiempo para rectificar. Para cambiarse de carrera, de universidad, de reorientar el futuro laboral con el título bajo el brazo. Para hacerlo, incluso, cuando se han superado los 40 y te quieres reinventar. Entiendo que en los planes educativos hay que dividir a los alumnos. ¿Pero los 16 años no será demasiado pronto para decidir? ¿Para saber ‘si eres de Ciencias o Letras’ o quieres abrir una librería?

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