Sí, yo soy de las que se van
Bueno, pues parece que esto se acaba. Y, como todo en la vida el fin de las fiestas apenará a muchos, pero alegrará a otros, porque termina la alegría de quienes han disfrutado y llega el descanso para los que las han trabajado o para quienes simplemente no han tenido un minuto de paz y sosiego por vivir en las zonas donde mayor ha sido el jolgorio. Las autoridades harán el recuento, especialmente de los éxitos, de los muchos forasteros que han visitado Pamplona y de cuánto dinero han dejado en hoteles, comercios y bares, sobre todo en los bares tan frecuentados en estos días. Lo que no suelen contar es cuántos pamploneses se van, unos porque tienen sus vacaciones laborales y por tanto la única ocasión de viajar que se les presenta, y otros porque consideran que la fiesta está degenerando y por tanto no va con ellos. Sé de una familia que se ausentaba aunque volviera cada día a trabajar, porque no podía soportar los fétidos aromas que se les colaban en el piso, de orines, frituras y vomitonas, y de otra que había decidido irse por los dolores de cabeza que soportaban viviendo en Yanguas y Miranda, entonces frente a las barracas.
Mis recuerdos de San Fermín son muy buenos, quizás porque en mi juventud las fiestas no eran tan multitudinarias. Se podía ir a la Procesión y verla en primera o segunda fila de la acera; vivir sin agobios el momentico en que el Cabildo regresa a la Catedral; seguir a los gigantes sin apreturas; tomar algo en un bar sin que el de al lado derrame sobre ti su bebida; vender boletos en la Tómbola mientras desfilan cercanas las Peñas; y conservar el recuerdo de haber visto el encierro en varios puntos de su recorrido.
Sí, yo soy de las que se van. Las fiestas las dejo a los jóvenes, los mayores preferimos ya la otra Pamplona, la del resto del año, aunque no olvidamos nuestros Sanfermines de la niñez, de novias, de madres jóvenes. Pero como dicen los personajes de Casablanca, siempre nos quedará París...