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"Durante mucho tiempo, los occidentales hemos adoptado un estilo de vida dilapidador, como si estuviéramos solos en el planeta"

Avatar del undefined Alejandro Navas18/06/2022
Se han cumplido cincuenta años de la publicación de Los límites del crecimiento, editado por el Club de Roma. Se trataba de analizar la situación del mundo y proponer soluciones a los retos, aparentemente irresolubles, que amenazaban su futuro. La primera de las conclusiones de su estudio decía: “Si se mantienen las tendencias actuales de crecimiento de la población mundial, industrialización, contaminación ambiental, producción de alimentos y agotamiento de los recursos, este planeta alcanzará los límites de su crecimiento en el curso de los próximos cien años. El resultado a largo plazo más probable será un súbito e incontrolable descenso tanto de la población como de la producción industrial”.
Los autores preveían un futuro catastrófico para la humanidad y, a la vez, confiaban en nuestra capacidad para evitarlo si se adoptaban las medidas oportunas. Los límites del crecimiento alcanzó enseguida el estatus de best seller (doce millones de ejemplares vendidos a lo largo de estos cincuenta años). Su recepción suscitó polémica, pero, al margen de que sus previsiones se demostraran erróneas, ha ejercido una notable influencia en la opinión pública, marcando el debate sobre la crisis ecológica hasta el día de hoy.
Cuatro son los principales argumentos empleados para justificar la protección del medio ambiente: dos antropocéntricos y otros dos biocéntricos. Los primeros consideran la naturaleza al servicio y en función de los intereses del hombre. Los segundos rechazan ese punto de vista, que instrumentaliza el medio ambiente, y promueven el respeto a la naturaleza en sí misma, en pie de igualdad con el ser humano.
El primer argumento antropocéntrico considera la Tierra como fuente de materias primas. Es patente que nuestros recursos son limitados, lo que debería imponer una utilización responsable. Durante mucho tiempo, los occidentales hemos adoptado un estilo de vida dilapidador, como si estuviéramos solos en el planeta y la naturaleza fuera capaz de autorregenerarse. Urge cambiar y adoptar un estilo de vida sostenible. Pero a la vez que son finitos, los recursos naturales parecen aumentar de modo continuado, como lo indica la bajada del precio de casi todas las materias primas en los últimos decenios. Por una parte, se han encontrado nuevos yacimientos. Por otra, los avances de la tecnología permiten explotar yacimientos inaccesibles o poco rentables en el pasado. Y siempre surge la inventiva humana, capaz de encontrar alternativas artificiales para tantos bienes naturales.
De todas formas, no conviene despreocuparse de la gestión racional de los recursos confiando en que la ciencia proveerá. Todo buen administrador tiene a gala dejar a sus sucesores un patrimonio acrecentado o, al menos, igual al recibido de sus antepasados. Sería irresponsable legar a las futuras generaciones unos haberes mermados.
El segundo argumento antropocéntrico tiene en cuenta a la Tierra como lugar de esparcimiento. El turismo se ha convertido en un fenómeno global. La presencia masiva de visitantes implica un peligro para tantos preciosos ecosistemas, por las infraestructuras creadas y por el comportamiento no siempre civilizado de los actores implicados. El daño medioambiental resulta innegable, pero el dinero del turismo permite salir de la pobreza a las poblaciones autóctonas. El choque de las dos lógicas -medioambiental y económica- resulta inevitable.
El ecologismo radical sostiene que los dos argumentos anteriores expresan una posición centrada en el hombre, que se entroniza como dueño y señor del planeta, al que impone su voluntad dañina y arbitraria. Urge bajarse de ese sitial y mirar a la naturaleza de igual a igual. Esta modificación de actitud se apuntala con un doble alegato: la noción de equilibrio natural y el pacto jurídico.
Para este ecologismo extremo, el hombre ha sido la especie biológica más dañina que ha poblado la Tierra. Es hora de acabar, propugnan, con esa pasión destructora y empezar a respetar el equilibrio natural. Esa nueva actitud, simbiótica y ya no parásita, se refuerza con la invocación del derecho y lleva a suscribir pactos o acuerdos con la naturaleza.
Está bien que el hombre respete el entorno natural y que no abuse de su superioridad: como rey de la creación, está llamado a ejercer un dominio político y no despótico. Pero los llamados argumentos biocéntricos no consiguen superar al antropocentrismo: es el hombre quien establece las condiciones del “equilibrio natural”, quien decide proteger o no determinadas especies. Y el instituto jurídico del pacto con la naturaleza no va más allá de ser una ficción, mero brindis al sol. Nos encontramos en las mismas circunstancias del equilibrio natural: dar carácter de pacto legal a la decisión de proteger tal o cual ecosistema es decisión humana.
El debate continúa y las alarmas suenan cada vez más alto. El ecosistema planetario, ajeno a toda esa palabrería, se deteriora sin parar y tanto los gobiernos como la ciudadanía retrasan la implementación de medidas eficaces para afrontar la crisis.
Alejandro Navas. Profesor de Sociología de la Universidad de Navarra
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