Hay bienes más importantes que la minimización de contagios

El Gobierno de España ha propuesto una serie de “recomendaciones” para asegurar que las reuniones navideñas no produzcan un aumento importante en contagios y hospitalizaciones por covid-19. Se recomienda, entre otras cosas, que las reuniones familiares no incluyan no convivientes, y en caso que sí, que no excedan 6 personas en total; y que haya un toque de queda entre la una y las seis de la madrugada. Estas recomendaciones, que se podrán ajustar según las necesidades de cada comunidad autónoma, son defendidas como medidas propicias para bajar el nivel de contagios y así minimizar los ingresos hospitalarios. Sin embargo, la normalización de intervenciones intrusivas en la vida privada de los ciudadanos conlleva otras consecuencias más allá de covid-19, no de menor importancia. Cuando un gobierno impone medidas como toques de queda, cierres de negocios, cierres de fronteras y limitaciones de aforos en hogares privados en nombre de la salud pública, consigue, entre otras cosas, inducir un miedo generalizado frente a una enfermedad que no representa un riesgo serio para la gran mayoría de los ciudadanos; aumentar el riesgo de soledad y depresión para los que quedan excluidos de los aforos sociales, sobre todo los aforos de hogares durante Navidad; y sembrar en la conciencia de los ciudadanos la idea de que sus gobernantes tienen la potestad y competencia de controlar los más mínimos detalles de su vida privada, desde la hora en que pueden estar en la calle hasta el número de invitados que pueden acoger en su casa. Algunos podrían pensar que estas consecuencias son aceptables en cuanto el gobierno, como guardián de la salud pública, tiene el deber y el derecho de intervenir con toda la energía necesaria para bajar los contagios de covid-19. Según esta visión, deberíamos permitir intervenciones agresivas de parte de los gobiernos hasta que no consigamos eliminar el riesgo de covid-19. Pero este planteamiento asume erróneamente que se puede combatir un virus ya endémico en la población, paralizando o recortando la vida social, cuando esto solo consigue ralentizar la transmisión del virus temporalmente. En cuanto se relajen las medidas, el virus seguirá su curso. Tarde o temprano, gran parte la población será expuesta a covid-19, nos guste o no. Es inviable suprimir la circulación de este virus en la población general, porque no es sostenible cerrar la sociedad para siempre. Tarde o temprano, la gente volverá a hacer su vida social, dando cauce a nuevos contagios. Los repetidos intentos de parar los contagios están destinados, a medio y largo plazo, a fracasar, y a imponer costes muy altos a la sociedad, tales como enfermedades no tratadas, empresas colapsadas, desempleo masivo, y picos en depresión y abuso doméstico. La gran mayoría de la población no tiene porqué dejar de vivir una vida social y profesional normal porque no corre un alto riesgo de enfermarse gravemente a causa de covid-19. Se puede y se debe reabrir la sociedad, e implementar medidas sensatas y eficaces, como la expansión de nuestra capacidad hospitalaria para poder adaptarse a picos de demanda y el desarrollo de medidas especiales de protección para los grupos de mayor riesgo, en particular los residentes de casas de ancianos, como varios expertos internacionales de salud pública han recomendado en la reciente declaración de Great Barrington. Siempre se podrán reclamar medidas extremadamente intrusivas, incluyendo el monitoreo digital de los movimientos del ciudadano, la detención involuntaria de personas sospechadas de tener covid-19, la vacunación involuntaria de las personas, y el cierre prolongado de negocios, escuelas, y universidades, en aras de proteger la salud pública. Pero hay que valorar si el coste humano y social de tales intervenciones es proporcional a sus beneficios a largo plazo. Si la minimización de contagios de covid-19 fuera el único y supremo bien de nuestra sociedad, como uno podría pensar viendo los telediarios, estaríamos obligados a aceptar cualquier medida que implicase una reducción de contagios, con total independencia de sus posibles costes humanos, sociales, y políticos. Sin embargo, no es así: hay bienes más importantes en la vida que la reducción de contagios virales. Por ejemplo, el privilegio de vivir en una sociedad libre, la inmunidad a intervenciones arbitrarias en nuestra vida privada; el derecho de circular libremente por la vía pública; el derecho de abrir y operar un negocio; la libertad de asociación; y el derecho de acoger en nuestras casas a los invitados que queramos. Permitir que un gobierno limite severamente derechos tan básicos como estos, aunque eso consiguiera una baja temporal en contagios de SARS-CoV-2, sería poner en peligro nuestra libertad cívica y humana a cambio de un bien ilusorio, dado que eventualmente, al reabrir la sociedad, el virus seguirá su curso, provocando un nuevo aumento de contagios. Los gobiernos están compuestos de hombres hambrientos de poder. Si les alimentamos con nuevos poderes, desarrollarán el gusto del poder; si descubren que pueden controlar la vida de los ciudadanos en sus aspectos más íntimos con gran facilidad, pensarán, tarde o temprano, en otros posibles usos de ese poder. Como bien expresa un dicho popular, “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

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