Una veintena de formas de mirar la luna

En mi país se veían mucho las estrellas. Subía a casa de mis abuelos a verlas. Aquí no me había parado a observarlas hasta ahora”, reconoce Robert López, de 17 años. El joven se marchó de República Dominicana en febrero de 2019 para reencontrarse con su familia, asentada en Pamplona. El cambio de país, admite, fue “difícil”, en especial durante los primeros meses: “Estaba siempre muy solo en casa”. Ese periodo lo llevó a inscribirse en el programa Primera Acogida de la asociación Servicio Socioeducativo Intercultural (SEI) durante el mes de agosto. La experiencia le ayudó tanto que este verano ha vuelto como premonitor para asistir y acompañar a los 45 chicos y chicas de una veintena de nacionalidades diferentes que disfrutan de actividades como la observación nocturna del cielo. “Me gusta convivir con la gente del SEI, me siento como yo mismo”, asegura López. Varios jóvenes confiesan como el dominicano que perdieron la costumbre de mirar el firmamento después de salir de sus países de origen. Han estado muy ocupados. Para Nadir Laboudi han pasado cinco años desde la última vez que lo hizo. Participante del proyecto de acogida, es en el Parque de Aranzadi de Pamplona, su destino final, donde redescubre la luna. Consigue advertir incluso sus cráteres a través de los telescopios de la Agrupación Navarra de Astronomía, instalados cerca del hórreo. Laboudi, que hacia la mitad del mes ha alcanzado la mayoría de edad, se maravilla y se pregunta en voz alta, bromeando, si es posible tocarla. Cuando le cuentan que el ser humano ya ha pisado el satélite terrestre, parpardea incrédulo y exclama que no es cierto. Le muestran fotos del alunizaje a través de un móvil y termina extasiado. “Me gustaría viajar allí. ¿Hay que tener mucho dinero, no?”, plantea a sus interlocutores después de volver a mirar por el objetivo. LAS PRIMERAS AMISTADES Nadir salió de Marruecos a nado con poco más de 12 años. Llegó a Melilla, donde estuvo tres, y se introdujo en los bajos de un camión para entrar en la Península. En Pamplona lleva cerca de doce meses, pero señala que ha habido un cambio desde que forma parte del programa: “Ahora estoy muy bien porque siempre estoy pensando en mis papeles y en mi familia. Con el SEI no pienso tanto, conozco gente, aprendo más castellano y juego con mis amigos”. El conocimiento del entorno y el desarrollo de vínculos en la ciudad son esenciales para un buen aterrizaje en la población a la que se ha migrado. “El programa Primera Acogida se centra en generar un espacio agradable, y más en el verano que no hay tanto recurso protector como puede ser la escuela y otras actividades”, indica Oskia Azcárate Gárriz, coordinadora de intervención del SEI. En el proyecto participan jóvenes de 12 a 17 años que acaban de llegar o llevan poco tiempo residiendo en España. Acuden bajo la recomendación de los orientadores de sus institutos o los Servicios Sociales, o por indicación de algún pariente o conocido. Buena parte de los chicos, 25 del total, han pasado años sin su padre o su madre y se han vuelto a reunir en una localidad navarra. El ahora premonitor Robert López llevaba casi 6 años separado de su familia y había dejado a sus amigos en República Dominicana. El joven se ve reflejado en los nuevos participantes: “Necesitan relacionarse y aprender cómo actuar aquí”. López admite que la relación con su madre ha mejorado mucho y que aprecia “los ríos y las posibilidades de estudiar y trabajar” que existen en Pamplona. Cursa un módulo de carpintería y sueña con ser escritor. López entiende a la perfección por lo que pasa el colombiano Eric Rengifo, de 14 años. Tras dos años y medio separado de su madre, abogada, se reencontró con ella ocho meses atrás. Rengifo tenía ganas de dejar Cali, su ciudad. El país, insiste, es muy peligroso. Entre los inscritos hay también adolescentes Nicaragua, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador, Honduras, Perú, República Dominicana, Ucrania, Rumanía, Siria, Pakistán, Kenia, Gambia, Ghana, Senegal, Nigeria, Argelia y Marruecos. Durante las actividades impera el buen ambiente, pero con la pandemia tienen que reunirse en grupos más reducidos. La mayoría, aparte de acudir a las actividades de ocio, por las mañanas cuenta con unas sesiones de nivelaje de estudios para prevenir el abandono escolar. Entre los jóvenes de Latinoamérica se suelen presentar dificultades con el inglés y entre los que tienen como idioma nativo el árabe, el propio castellano, del que el alfabeto resulta muy distinto. En el programa de este año hay un gambiano que solo habla wólof, una lengua de su región. “Vemos lo importante que es estar bien educativamente y salvar el desnivel o que poco a poco se enganchen. Y a veces parece que tiene un nivel bajo de matemáticas, pero igual tiene uno alto y allí se las explicaban de otra manera”, apunta Azcárate. A la adaptación al nuevo sistema escolar se añaden el proceso de duelo migratorio -en algunos casos después de un viaje complicado, con vivencias duras-, a los que se suman el de sus familiares cuando el cambio de país es conjunto. En esta situación se encuentran 13 participantes. Los cuatro restantes son menores que llegaron solos y no cuentan con parentela en Navarra. EL CALOR DE LA AMISTAD “Cuando tienes mucho ruido mental tampoco te puedes concentrar en lo académico. Hay casos en los que el primer año los resultados son muy malos pero quizá no es dificultad de aprendizaje sino que la persona está más en lo emocional”, explica Oskia Azcárate. Por este motivo, las técnicas y los voluntarios se preocupan, sobre todo, por escuchar a los adolescentes. “Son chavales superpotentes que en muchos casos son más maduros porque les hacen madurar de golpe”, advierte. Con la pandemia, añade Azcárate, hay incluso algunos chicos que dejaron de estar escolarizados, con la consecuente pérdida del ritmo en los estudios y el aislamiento social. La venezolana Angelina González López, de 15 años, llegó en febrero de 2020, poco antes de declararse el estado de alarma en España. “Fue impactante”, conviene. La falta de alimentos básicos, medicación y los problemas de acoso a su familia les llevó a dejar Caracas y, con un curso empezado en el que se impuso el confinamiento, Angelina ni siquiera llegó a seguir las clases virtuales. Se refugió en el móvil. Su paso por el programa animó su vida social: “Me ha hecho más abierta, más feliz”. Este verano la venezolana ha vuelto como premonitora porque quiere ayudar a quienes pasan por una situación similar a la que ella vivió. “Necesitan el cariño que han perdido de sus amistades. Yo me sentía así, triste. Veía a los chicos y chicas en grupo y quería ser como ellos”, recuerda. UNA MICROSOCIEDAD Durante las actividades, los participantes también aprenden a familiarizarse con la ciudad y a entender el funcionamiento de servicios como el de las villavesas. Los asistentes “demuestran un interés impresionante, están muy activos”, asegura Asier Martín Escobar, voluntario del programa Primera Acogida. Este integrador social vitoriano cuenta que es sencillo trabajar con estos jóvenes durante las sesiones socioeducativas, aunque tengan dificultades con el castellano: “Cada uno tiene su personalidad, pero están siendo sesiones muy agradables, muy facilitas”. La timidez inicial enseguida se olvida. Otras 17 personas de distinta edad, ocupación y procedencia se prestan para sacar adelante el programa. Uno de los miembros de la Agrupación Navarra de Astronomía, después de colaborar con el SEI en una velada veraniega con telescopios, decidió unirse al proyecto. Sin los voluntarios, indica la educadora social Lorea Garralda Celaya, el programa no funcionaría. Además, su variedad ayuda a crear una “microsociedad” que aporta riqueza a la experiencia de los participantes. CO- CONSTRUCCIÓN SOCIAL “Para nosotros la acogida es clave, que desde el minuto uno la persona diga ya he llegado aquí y este lugar puede ser un lugar donde puedo ser bienvenido y tener un sitio”, explica Oskia Azcárate. Garralda insiste en que no se trata de un esfuerzo exclusivo del migrante ni solo de la sociedad que lo recibe. Por esta razón se han deshecho de términos como ‘inclusión’ o ‘integración’: “Hablamos más de una co-construcción social”. La acogida genera “una pertenencia tanto en la familia como en la comunidad”, añade Lorea Garralda. Ese sentimiento produce “ganas de participar y de aportar” y, por tanto, la incorporación a la sociedad se da “de manera natural”. Por el programa pasó Mohamed Ounasser, el galardonado por el Gobierno de Navarra con el Premio Juventud 2019. Ounasser se formó como electricista, oficio que ahora ejerce, y obtuvo un curso de monitor de ocio y tiempo libre. Los prejuicios, añade Garralda, están presenten tanto en los lugareños como en la persona que llega. A los adolescentes les sorprende la limpieza de la ciudad, pero también perciben el carácter navarro como más serio. “Cuando pasan esa barrera de que resultamos bordes, dicen que se sienten bien, que en general la gente es buena gente, que generan buena acogida”, se sonríe Oskia Azcárate. “Hay que trabajar en una convivencia más real, de cruzar esa línea del prejuicio y que ‘el vecino este Venezuela’ pase a ser ‘Pedro el del 5º’”, concluye la técnica de intervención del SEI.

Una veintena de formas de mirar la luna

Durante agosto, 45 adolescentes de 20 nacionalidades distintas han participado en el programa Primera Acogida para migrantes del SEI

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