En la piel de un árbol milenario

Érase una vez un encino milenario y un niño de seis años. El Tres Patas y Pedro -así se llaman- nacieron en Mendaza, un pueblito situado en lo alto del valle de la Berrueza, en Tierra Estella. Un paraje de sol, agua y árboles. Una tierra de encinas, robles, bojes, enebros... De pueblos de gruesos muros de piedra, de iglesias con torres de gran altura, de fuentes y frontones de una sola pared. Cuando Pedro era niño, en Mendaza había dos escuelas, una para niños y otra para niñas, y unos 250 vecinos. Al salir de clase, lo primero que le gustaba hacer era ir a casa y merendar pan con jamón, chorizo y chocolate. Después, con el bocadillo aún en la mano, se encontraba con los amigos en el frontón y caminaban todos juntos hasta la laguna por una pista de tierra. Y allí se divertían hasta el atardecer. Mientras sus amigos se bañaban en el agua embalsada por tres pastores del pueblo para dar de beber a los rebaños, él prefería quedarse en el árbol, trepando por las ramas, descolgándose, jugando a meterse por el hueco de la base del tronco, imaginándose en una cueva secreta. En aquella época, sin embargo, los niños dejaban de serlo muy pronto. Con diez años, Pedro ya cuidaba los animales de la casa y con catorce ayudaba a su padre en las tareas del campo. Por lo que las visitas a su amigo, el árbol, fueron disminuyendo, distanciándose en el tiempo. Lo visitaba los domingos. Ese día, su padre descansaba y él acompañaba a los animales a la laguna. Pero, en lugar de jugar, se sentaba encima de una de las tres raíces que sobresalen como contrafuertes y se dedicaba a observar. Los bueyes eran los únicos que se acercaban a la corteza. Restregaban sus lomos y atravesaban el hueco del árbol. Gracias al roce, la cubierta se fue desconchando y el agujero ensanchando. Un día, el tórax de madera del encino se abrió en dos. Pedro, que había cumplido 72 años, se dio cuenta de la herida. Lo visitó una mañana porque quería recordar. Avanzó hasta la base del tronco y lo rodeó con la mano abierta, sintiendo la corteza. De repente, descubrió la grieta. Estaba malherido. A punto de caer. Pedro lo volvió a acariciar y se despidió. Al día siguiente regresó con un amigo de Andoáin. Tomaron medidas del tronco con unas cuerdas y diseñaron un cinturón metálico. Cuando lo tuvieron fabricado, subieron y lo ajustaron en la parte alta. Lo aseguraron con todas sus fuerzas, hasta escuchar un quejío de madera. Era la señal. Apretaron con fuerza las tuercas que ensamblaban el artilugio. VISITA A MENDAZA El Encino de las Tres Patas es un ser único. Con sus más de 1.000 años, calculan que 1.200, no sólo es el más longevo de Navarra, sino uno de los más ancianos de España. Fue declarado Monumento Natural por el Gobierno de Navarra en el año 1991 y en el 2007 fue reconocido por el Ministerio de Medio Ambiente, que lo galardonó con el primer Premio “Árbol y Bosque del Año” en la categoría de árbol longevo. Pues bien, en toda la carretera que une Pamplona con Mendaza no hay una sola señal que informe de la existencia de este monumento natural. A pesar de su majestuosidad, ni una sola señal turística. Al menos, hasta entrar en el pueblo y llegar a la iglesia. Aquí, en la misma pista que asciende a la ermita de Santa Coloma y al paraje de La Laguna, la misma senda por la que Pedro y sus amigos subían cuando eran niños, aparece un panel de madera explicativo. Al aparcar junto a la iglesia (lugar recomendado), un vecino sale al paso y recomienda al periodista hablar con Pedro Jesús Alecha. “Él es el más anciano del pueblo y el que más sabe del Tres Patas”, aclara. “Además, tanto él como otro hombre de Andoáin lo salvaron de morir”, revela. “Encontrarás a Pedro al otro lado del frontón. Vive en una casa marrón en aquella dirección”, dice, haciendo un gesto con la mirada. Un dédalo de callejuelas engulle el paso hasta la puerta de la fachada color albero del número 58 de Calle Arriba. Suena el timbre y Pedro no tarda en aparecer. Su sonrisa se enhebra en la cortina de la ventana del pequeño balcón que corona la puerta principal. Y hospitalario, ruega entrar y subir por las escaleras hasta la cocina. “¡Así estoy desde enero! ¡Y es la cuarta operación!”, exclama, nada más presentarse. Pedro se apoya en una muleta, que no duda en soltar para echar un leño al fogón. “¡Siéntese, siéntese!”, invita a tomar asiento junto a la enagua del calor. “Pedro, me han comentado que me puede hablar sobre la encina, sobre su historia, que usted la conoce bien”, comenta el invitado, sin demasiado éxito. Porque se arranca a hablar, pero no lo hace sobre el árbol milenario, sino sobre el percance que tuvo con un toro hace cincuenta años. “El toro me deshizo la cadera. Pero ahora estoy muy bien después de la última operación”. Flor, la mujer que le cuida, prepara un café. Mientras lo calienta, Pedro prosigue hablando. “Ocurrió hace cincuenta años cuando me pasó por encima el toro. Trabajaba llevando ganado al matadero. Bajé la cartola del camión y me confié... soltaba la anilla del ramal. Me embistió y me tiró al suelo con el morro y un cuerno. Quedé sin conocimiento nueve días”. El 10 de enero, sin embargo, le intervinieron porque se le había soltado la prótesis. “Y ahora ando con la muleta, pero ya estoy mejor”, ríe. Ahora usted camina con tres patas, como su buen amigo el Tres Patas, le suelta su invitado. “¡Eso, eso!”, suelta una carcajada, extendiendo sobre la mesa unas manos grandes, anchas, cuarteadas por el trabajo, como la corteza del encino. “Estas manos han navegado mucho. Han cargado muchas toneladas”. Pedro vive en la misma casa en la que nació y creció junto a sus padres, Cándido Alecha y Felipa Berruete, y sus dos hermanas pequeñas, María Teresa y María Nieves. A sus casi 87 años, confiesa que solo aspira a vivir tranquilo. Le gusta conversar, disfrutar de la lectura del periódico, ver a Osasuna por televisión, y, de vez en cuando, cobijarse en la sombra de los recuerdos del Tres Patas. Así es como llamaban los niños del pueblo y antes sus padres y sus abuelos al encino milenario, explica Pedro. “¡Aquí moriré y el Tres Patas ahí seguirá!”. Sus palabras rezuman vitalidad y melancolía. “Al final, lo salvamos”, esgrime, con orgullo, satisfecho. “Hace 15 años vimos que el tronco se abría por la mitad. Se iba a caer. Así que una noche, cenando en la sociedad con un amigo de Andoáin que es chapista, me dijo que había oído hablar de la grieta en el árbol y que había que hacer algo. A la mañana siguiente, sigue recordando, subimos con unas cuerdas y lo medimos”. El chapista regresó a Andoáin y fabricó un cinturón metálico. Unos días después regresó a Mendaza y junto a Pedro lo ciñeron al tronco con unas tuercas. “¡Y hoy se encuentra más vivo que nunca!”. UN HOMBRE LIBRE Flor, la mujer que cuida a Pedro, le describe como un hombre de “espíritu libre”. Nunca se ha casado ni ha tenido hijos. “Conviví 27 años con una mujer de Los Arcos y otros tres con una mujer de Valladolid. Se llamaba Angelines. Falleció el 28 de septiembre”. Sus ojos adquieren un brillo especial al recordarla. “La conocí en un viaje a Benidorm y nos conocimos en una terraza. Se sentaron cerca de mí y conversamos. Eran dos hermanas. Nos dimos el teléfono y un mes después fui a Valladolid. Tengo amigos por todos los sitios...”. Lo que Pedro no llevaba bien era que le insistiese que no volviese al pueblo. “Ella me decía que aquí no había nadie y que estaba muy solo. Pero yo venía”, aclara, rápidamente. “Aquí están mis raíces, aquí he trabajado la tierra. Había noventa casas cuando era niño. Y por lo menos había cinco personas por familia... Ahora solo quedamos treinta en el pueblo y dentro de unos años no quedará nadie. Con tantos adelantos, no hay trabajo para todos. ¿Cómo no se van a quedar vacíos los pueblos?”, lamenta. “Antiguamente, trabajábamos con animales. En casa teníamos cuatro bueyes y con 14 años ya segaba y trillaba. Tenía seis años cuando entré por primera vez en el hueco del árbol. Hasta los bueyes se rascaban y les gustaba entrar”. Su memoria sigue hablando, sin tregua. “En los últimos diez años el árbol ha crecido mucho. Está fresco y muy vivo. En Mendaza siempre lo hemos cuidado. Y hay que seguir cuidándolo. Eso sí, avisa, nadie sabe a ciencia cierta la edad que tiene. Pueden ser 1.200 años, incluso más. ¿Quién sabe?”. Pedro ha terminado el relato. Se levanta y toma unas cuerdas. Quiere mostrar y medir a su amigo el encino. Acompañado de Flor en todo momento, sale de la cocina en dirección a la laguna, hoy completamente seca. Suben al coche. Los neumáticos protestan al circular por el sendero de gravilla que lleva al hogar del Tres Patas. Con la mirada pegada a la ventanilla, Pedro susurra algo: “Todos esos arbolitos de ahí, son hijos del Tres Patas. Habrá una docena”.

En la piel de un árbol milenario

Un vecino de Mendaza (Tierra Estella), Pedro Jesús Alecha, de 87 años, y otro de Andoáin han salvado de morir a una encina de 1.200 años, uno de los árboles más longevos de navarra y de la península. El lunes se celebró el día de la tierra y el viernes el del árbol

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