Ruta
Las barras de Ernest Hemingway en Pamplona
Son pocos los bares por los que pasó el escritor que han soportado el paso del tiempo. Hoy visitamos dos de ellos, cada uno con su homenaje

- Asier Aldea Esnaola
Han pasado 63 años desde la última vez que el escritor estadounidense Ernest Hemingway visitó Pamplona. 63 años en los que su imagen no ha hecho sino acrecentar más su presencia en el territorio navarro y que ha provocado que el mito supere a la realidad. “El juicio de los pamploneses de hoy sobre Hemingway resulta ambiguo”, escribe Miguel Izu en su libro Hemingway en los sanfermines. En él el escritor navarro recorre la vida de Hemingway durante su estancia en esta tierra, desmontando el mito e iluminando al hombre. Hoy 3 de julio paseo por algunos de los bares en los que el escritor pasó largas horas para comprobar qué queda de la Pamplona que vivió y de él mismo.
Rodea a Pamplona un cielo grisáceo y homogéneo que traga a la ciudad hacia un túnel descolorido, tan solo vencido por el tornasol de los atuendos rosas, azules y amarillos de tres mujeres que venden pulseras, colgantes y otras baratijas en una mesa sostenida por una caja de plástico para la fruta colocada verticalmente. Hablan entre ellas en un idioma que no logro entender, pero parece que existe un consenso y asienten. El color del quiosco recuerda a la arena mojada. Levanta un aire bochornoso que zarandea ligeramente los árboles y arrastra algunas hojitas hacia el interior de la calle de la Chapitela. La gente va y viene desordenadamente, ensimismada en sus quehaceres. Sin embargo, varias personas se dirigen hacia la misma dirección. Es ahí donde queda la parte de la plaza que creo que disfrutaría Hemingway, que es el motivo por el que estoy hoy aquí escribiéndote, lector, para llevarte, en esta ocasión, a beber con él. Un griterío animoso sale del bar Txoko. Varias decenas de personas, la mayoría de pie, se juntan en torno a la Cofradía de San Saturnino, que toca A San Fermín pedimos. Corre la bebida y el bailoteo. Muchos dan rienda suelta a sus dotes para el movimiento rítmico y otros, por el contrario, al beber, aunque algunos son prodigios en ambas y al mismo tiempo. Los músicos, vestidos con el blanco y pañuelo verde, deleitan el lugar y varios aprovechan para unirse a la bebida entre descanso y descanso de canción.
-Los formales se van -bromea una anciana a un joven de la Cofradía que hace ademán de despedirse.
-Así es -articula media sonrisa este.
Quedados los “no formales”, la fiesta no baja ritmo. Terminada la mítica canción que da comienzo a los encierros, la gente se niega a cerrar tan pronto el corralillo musical. Quieren que continúe la fiesta y la Cofradía, tan contenta o más que ellos, concede la petición. Se forman las parejas, la gran mayoría hombre y mujer. Una de estas escapa del centro, atraviesa la masa de bailarines y se marcha a unos metros. La falda del vestido se eleva y toma la forma de esas sombrillas que ponen en los cócteles y gira como si alguien frotase aquel par de palillos tersos y pálidos que tiene por piernas. El hombre delgado, largo, es una mezcla entre un torero y un bromista. Ambos convergen en ese cuerpo fino y estirado que clava los pies rígidamente sobre el llano y acercan las piernas entre sí con la pelvis adelantada y altiva, mostrándose completamente a la vista de quien tiene enfrente, donde estoca los ojos pícaros, burlescos y sostiene un esbozo de divertimento. Capea. El disfrute es tal que son Camille y Georges Fouquet de la novela Esperando a míster Bojangles en toda regla. Me dan ganas de aplaudirles y, si pudiera, sacarlos de la plaza a hombros. Pienso que este rincón representa más que cualquier otro, por mucho cartel o estatua que tenga -que por cierto me gusta mucho-, el verdadero rincón de Hemingway, que no es más que esa Pamplona alegre y feliz que contagió al escritor. Cada rincón puede ser el rincón de Hemingway. Me guardo la copla. Observo el reloj de mi muñeca: es momento de continuar. Me voy a otra parte a buscar a Hemingway con la música, las carcajadas y aplausos como mi compás.
EL JERUSALÉN DE LOS HEMINGWAYANOS
El siguiente lugar me produce un latigazo de pudor ante la fama que representa. Si los cristianos, judíos y musulmanes tienen su Jerusalén, no me parece exagerado decir que los hemingwayanos -permítame la invención-, al menos de Navarra, tienen el Café Iruña. Los camareros visten con una camisa de tejido fino y negro sacerdotal. Mi vista se detiene en la de uno de ellos: un tipo con hombros anchos, torso firme y pelo negro engominado, que, tras la barra, lleva unos segundos ojeándome. Goza de ese porte que albergan los experimentados, curtidos al calor de la ginebra y al frío de los cubitos de hielo.
-Una copa de vino, por favor.
El camarero asiente. Descorcha con un movimiento de mano una botella de vino y vierte el líquido rojizo sobre una copa pequeña. Le pregunto por el rincón de Hemingway. Extiende el dedo y señala una puerta al fondo del salón.
-Si quieres entrar, mejor hazlo ahora. Luego tengo que poner unas cosas.
Le pago la consumición al buen señor y obedezco. Me encamino todo lo rápido que uno puede hacerlo andando y sin derramar el vaso. La entrada al rincón se asemeja a la de los sepulcros excavados en piedra.
Repaso las fotografías enmarcadas a lo largo de la pared. En ellas, aparece el escritor norteamericano, ya premio Nobel de Literatura, rodeado de amigos y compañeros durante su paso por los Sanfermines. Aparece un hombre viejo, probablemente más joven de lo que aparentaba -apenas 60 años o menos según el año de la visita-, con el pelo casposo, barba desaliñada, revoltoso y con gesto relajado, pero que, en su sosiego, parecía resguardar un cansancio profundo. Se nos olvida que este no fue el rostro que más se vio en Pamplona, sino más bien el de un joven, provisto de un bigote frondoso y una buena mata de pelo echado para atrás, que transitaba por la franja entre los veinte y los treinta años. Pero de aquel muchacho no quedan o no hubo apenas fotografías, seguramente por falta de intención. Al parecer -tristemente al parecer-, uno debe obtener notoriedad antes que interés. Por aquellos años de la década de los veinte, Hemingway no atraía la atención de prensa y público que, con el andar de los años, pasarían a ansiar capturar fotográficamente al flamante premio Nobel. Tal vez Pamplona solo quiso a Ernest Hemingway mientras fue “don Ernest Premio Nobel Hemingway”. El tirón de orejas queda en nuestra mano, como siempre, lector. Regreso a la barra y le pregunto al camarero de antes si conoce algún otro lugar relacionado con Hemingway.
-Estuvo en La Perla. Pasó mucho tiempo ahí -dice.
-Pues he leído que en realidad no.
El camarero arquea los labios hacia abajo y frunce el gesto.
-No, no, no -afirma con una luz en los ojos de seguridad.
Insiste en que sí estuvo y me explica la dirección del hotel, que se encuentra en esta misma plaza en la esquina antes de bajar por la calle Chapitela. Tengo la sensación de que hay algo de aleccionador en sus palabras, como si me estuviera enseñando la cosa más sabida por todos o un secreto a voces.
-¿Y sabes de algún otro bar en el que pudiera estar?
Me niega con la cabeza y dice no saber de ningún otro.
-Este era su bar -sentencia.
Es aquí donde uno toma conciencia de hasta qué punto ese “juicio ambiguo” del que habla Izu en el libro es real. Escritores como Iribarren y el propio Izu han explicado que Hemingway se alojó una vez en el hotel, pero no más. Sin embargo, otros como Fernando Hualde sostienen que sí que fue un lugar especialmente visitado por el escritor. Doy las gracias al camarero, abandono el Café Iruña y camino unos metros hasta llegar a mi próximo destino.