Vamos aguantando las circunstancias con mayor o menor fortuna, no es sabio pegarse con el mundo cuando tienes la certeza de que vas a perder. Pero un día se hincha la vena y te salen los demonios.
V IVIMOS un modismo venturoso para el despropósito, un mal encaje en la sociedad libre -inducido desde el poder-, una generosidad de prohibiciones que, en caso de mutarse en tolerancias, nos trasladarían a otros siglos repudiados y de mala prensa, pero, posiblemente, menos agresivos con la voluntad de cada cual.
Son, éstas, prohibiciones que se inmiscuyen, incluso, en la vida íntima, como si mandar fuera cercenar iniciativas y riesgos ajenos, y algunos, que venimos de anteayer, estamos hasta los mismísimos de tanto veto, olemos los mismos tufos y nos sentimos devueltos a las andadas trilladas, siempre con el mismo discurso de las narices, o sea, lo hacemos por tu bien. Ni siquiera se han molestado en darle una vuelta al mensaje y manipular al personal con otras sentencias más democráticas y transparentes, como Déjate llevar, gilipollas, o algo parecido. No, todo es por nuestro bien. No bebas, no fumes, no corras, no conduzcas, no seas zampabollos, no cocines con sal, no vayas a los toros (con o sin minifalda), no aparques, no al móvil, no a las cruces, no ingieras hamburguesas, no des de comer a las palomas, no cantes en la ducha (la SGAEestá conectada a la alcachofa), no, no, no. y siempre no. Ni se discute que haya vetos admisibles, pero aquí se reniega del afán, de la tendencia, del malsano placer de prohibir. Porque estos mandarines que nos mandan y otros que nos mandaron, ¿de dónde salen?, ¿nunca les dio el viento en la cara?, ¿jamás corrieron por el campo?, ¿han mirado la mar?, ¿alguna vez vieron el horizonte? Con sus caras de cartón, o son idiotas o se lo montan a escondidas. No puede ser que se hayan aupado hasta esas cumbres para capar a las hormigas divisadas desde su atalaya, ¿no saben que ellos también acaban siendo hormigas cuando se descalabran en las urnas? Menudos linces. Entre la escasa participación en un régimen que te llama a votar cada cuatro años, y apenas sabes a quién eliges, y esta psicosis de castigo y prohibición, van a hacer que confirmemos la ya intuida trampa de esa moto participativa que nos venden. Las dictaduras lo tienen mucho más claro, se limitan a prohibir una cosa y les basta, te quitan libertad y se acabó, ahí va todo en el paquete, pero estos modernos castradores te van extirpando el vigor poco a poco, como la gota malaya (también la bota, que aprieta lo suyo), hasta dar con tus huesos y paciencia en el cementerio de una vida anodina e insulsa. Hace años que dejé de fumar y la verdad es que me apetecía seguir echando humo, pero me quité, y no fue por mi salud ni por mi bien, que hasta entonces bien había vivido, sino por no aguantarlos ni soportar sus campañas, por no sufrir su presión de prepotentes, por no plegarme a sus disposiciones de encender un cigarro a escondidas. Hoy me dan pena esas personas que fuman y son tratadas como leprosos de la Edad Media, sin campanilla de momento, gente que hace cuatro días alternaba sin complejos. ¡Discípulos de Jekylly Hyde!, ¡acólitos de la dualidad!, éste es vuestro país, donde el Estado te vende el tabaco y el Gobierno te fríe a multas por fumar. Como si la Guardia Civil pusiera un bar en el kilómetro 20 y un control de alcoholemia a continuación.
En medio de esta calentura de prohibiciones, los fumadores, como los renegados del tabaco, se mueren; las carreteras siguen matando; los gordos añaden grasas a su geografía más receptiva; las palomas procrean sin desmayo; las corridas de toros permanecen, y lo único incuestionable es que, al final, todos calvos, incluidos los que cofradean con todo el catálogo de prohibiciones. Como siempre, bla, bla, bla, y ninguna solución.
Lo peor de esta fiebre es haberse cargado el libre albedrío, esa pauta personal e intransferible que contiene la esencia de la libertad individual, la potestad de decidir si vas por la izquierda o por la derecha, si paras o sigues. Alguien más listo que todos ellos debió de patentar el libre albedríoe hizo de esa unión de palabras un sintagma indivisible, cuando ni siquiera hacía falta. Albedrío ya es por sí mismo la posibilidad de tomar una decisión libremente, pero, lo dicho, alguien le añadió libre. Para evitar dudas y confusiones y, también, por lo que pudiera pasar. Y ha pasado. Nos han hecho cisco el libre albedrío y eso no se puede perdonar a menos que nos hayan convertido en acémilas con orejeras y cabezanas, burros de atender al palo y a la zanahoria del iPhone. En qué caldero conformista andaremos metidos para que los gobernantes echen mano del casposo y malhadado paternalismo preindustrial. Déjennos en paz, déjennos ser libres, déjennos morir de neumonía, de cirrosis, de chupar nicotina, de lo que nos salga o de lo que nos entre. Si tan excelsas gónadas tienen, prohíban la miseria, el hambre, la explotación, el terror... O, cojoniam tuam, prohíbanse a sí mismos. Eso.
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