E N la corrida de Daniel Ruiz saltó un sexto toro de gran porte. El de mejores hechuras de todos. A la altura del porte estuvo su condición. Escupido de dos picotazos, y suelto antes de una vara tomada con fijeza, había descolgado en el capote, que Manzanares usó con profusión sólo para tantear y no para estirarse. Mucha capa. Algo parecía reclamar la atención de lejos al toro, que, sin distraerse, se engallaba de pronto. Lo hizo dos veces. Sería un vicio de campo. Y dos veces escarbó.
Pero estaba claro el son. El bravo estilo de fondo. Toro de gran categoría.
Le cortó las orejas Manzanares tras una estocada de monumento y después de una faena que, más en vilo o tensa que propiamente intensa y entregada durante dos de sus tres tramos, rompió a lo grande a última hora.
Fue toro de los de dos pitones. Por las dos manos quiso, humilló y repitió. Pero no lo hacía por inercia, sino preferentemente enganchado. Dos viajes buenos y seguidos por sistema y de cata, las famosas embestida profundas de los toros del tronco Zalduendo, pero al tercero había que traerlo toreado y enganchado. A Manzanares le costó llegar al tercer muletazo durante la primera parte del trabajo. Y no llegó. Los dos de tanda, templados y ajustados, tuvieron brillo, empaque, regusto. Después se cortaba la tanda con un falso desplante o volvía a empezar e interrumpirse de la misma manera. No se sabrá nunca si eso fue administrar Manzanares el fondo del toro o renuncia parcial del toro. Si estrategia o falta de corazón por una de las dos partes. O por las dos. Al fin surgió, entre las dos benditas rayas y donde sucedió todo, la tanda de tres de verdad y en serio,y el de remate. Y el cambio fue clamoroso. Para bien. Dos veces más escarbó el toro después del vuelco. Pero entre tanda y tanda, ni antes ni después.
Gentil cortesía. Una tanda con la derecha rematada con trinchera. Y otra con la izquierda abrochada con otro trincherazo y el cambiado por arriba. Sin más música que la del buen toreo templado, embraguetado, para adentro, rimado, poderoso. Espléndido el final.
Dos orejas del toro, que las llevaba puestas.
No eran buenos los precedentes y a los escépticos les costó apostar por ese sexto. De los jugados por delante, el único bueno, segundo de corrida, se acabó rindiendo al poder casi devastador de El Juli. El cuarto, encogido y reservón, no se empleó, y Rivera no perdió ni el tiempo ni la paciencia; el quinto, incorregiblemente gazapón, buscó en cada embroque, repuso y pegó cornaditas. Ni a El Juli le consintió apenas cosas.
Al único bueno de los tres primeros de Daniel Ruiz, un toro ancho y bajo, atacado, abierta la cuna, le hizo El Juli una faena de impecable resolución. Tanta que no habían terminado de tocar los clarines a muerte cuando El Juli estaba ya brindando al público desde el platillo. Antes, y en un intencionado quite, El Juli habia toreado a la verónica muy despacio, tres lances. Todavía más cadencioso el remate de una crujiente revolera. De su vuelo salió el toro puesto en suerte.
Aquí y enseguida dispuso El Juli con su fiereza personal. Y su clasicismo: el toro enganchado por delante desde el primer muletazo, las tandas ligadas en el sitio, el toque de soltar suave, los remates medidos como a compás. Las entradas, las salidas, el temple. Las improvisaciones, el encaje natural, la calma, el ritmo, los tiempos.
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José María Manzanares ayer en La Maestranza de Sevilla. EFE
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