L OS años transcurridos desde ese diciembre de 1978 en que los españoles aprobaron mediante referéndum la Constitución de la concordia ponen de manifiesto la tensión entre los dos polos que marcan el devenir de todo sistema democrático. Por un lado, el derecho de las nuevas generaciones nacidas en democracia a ser también ellas protagonistas de nuevas decisiones que configuren el sistema de convivencia en el futuro. Por otro, ese imprescindible pacto intergeneracional, no escrito pero real, que salvaguarda la continuidad del régimen constitucional, de sus instituciones básicas y de sus propios valores fundacionales.
La admiración que nos produce la trayectoria histórica de democracias que han representado para nosotros un modelo y una fuente de inspiración obedece al éxito con el que han sabido combinar, estabilidad y reforma, asentadas ambas en la lealtad. La lealtad a los principios que alentaron la empresa, siempre difícil y amenazada, de crear un sistema de gobierno basado en el consentimiento soberano de ciudadanos libres e iguales.
Ahora, cuando existen motivos para ocuparnos seriamente de la evolución de nuestro sistema constitucional, conviene recordar que, también en el caso de España, la continuidad del éxito que representa la Constitución depende de que sepamos resolver positivamente las tensiones que le afectan y de que mantengamos la lealtad a los valores de convivencia democrática que aportó la Transición.
El sistema constitucional de 1978 sufre hoy los efectos de una mala política y de una mala pedagogía. La mala política consistente en haber convertido la organización territorial del Estado en mercancía de negociación partidista, al servicio de mayorías coyunturales, para lanzar una revisión estatutaria que desnaturaliza el modelo autonómico y encubre una modificación constitucional hurtada a la decisión de todos los españoles. Como demuestra la ruta seguida por el nuevo Estatuto de Cataluña, la condición necesaria para hacer esto posible - la exclusión del primer partido de la oposición- ha roto igualmente un elemento central del paradigma político en el que se inserta la Constitución. Porque la quiebra del consenso que se ha puesto de manifiesto en estos últimos años no es la consecuencia de la confrontación entre partidos por dura que ésta haya sido. Por el contrario, es la decisión deliberada del partido en el Gobierno de prescindir de la representación política de millones de españoles en decisiones fundamentales para el conjunto de la nación.
Los efectos negativos de estas operaciones políticas que ahora más que nunca se revelan como auténticos juegos irresponsables de aprendices de brujo se encuentran agravados por el intento persistente de desacreditar la Transición y el pacto constitucional que alentó. La pretensión de legitimar estas operaciones como remedio a supuestas carencias democráticas de la Transición, el sectarismo, la ignorancia y otros factores poco recomendables para el ejercicio democrático se han conjurado contra los valores que todos hemos reconocido en el esfuerzo de muchos por asentar en España un régimen de libertades. Con una alarmante frivolidad, en este contexto de descalificación del pacto constitucional, el texto cuya aprobación celebramos como un éxito sin precedente equiparable, se degrada a la condición de arreglo pasajero que queda al albur de la debilidad de un gobierno o de la capacidad de extracción de minorías cuya aspiración última es el desmantelamiento del Estado.
Algunos pensarán que la profunda crisis económica en la que nos encontramos va a desplazar estas cuestiones a un plano muy secundario. Soy de la opinión que precisamente la recesión y la necesidad de articular políticas de largo alcance para superarla con éxito van a poner de manifiesto la gravedad de la desarticulación del Estado, las tensiones que se han generado y las dificultades de la para actuar con objetivos comunes y esfuerzos que nos competen a todos. La idea de que la política es un mundo apartado de la economía y que esta discurre por su propio camino al margen de los errores de los gobiernos es sólo un espejismo, una falsa percepción gracias a la cual en nuestro país muchos creyeron que las iniciativas desestabilizadoras del marco constitucional como las que hemos presenciado eran en realidad inocuos ejercicios de políticos ocurrentes.
Es el momento -cuándo si no- de salir de este error. España no es ese agregado de territorios que las visiones confederales quieren imponer en fraude constitucional. Y por ello es preciso recuperar la estabilidad para el futuro del Estado democrático alumbrado por la Constitución para la que cuentan no tanto los años que han pasado sino el futuro que debe seguir contemplando cimentada en la nación de ciudadanos.
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