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CRÓNICAS DE ASFALTO FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

Abandonada en la gasolinera

Primero fueron gasolineras, y te servían los octanos. Después pasaron a ser estaciones de servicio, donde te sirves tú. Pero hay otras historias entre los surtidores, y ésta es una que me contaron este verano.

Actualizada Domingo, 19 de octubre de 2008 - 04:00 h.
  • OPINION@DIARIODENAVARRA.ES

E LLA andaba con la mosca detrás de la oreja, eso no se me olvida. Cuando llegaba el verano se ponía en estado de alerta, y cualquier cambio en la rutina le crispaba los nervios, le producía sofoco, una especie de asma que no remitía hasta el regreso de las vacaciones. Eran la prueba de fuego, las vacaciones, aquel irse de viaje y el temor intuido de no volver... Conducía él.

Bien sabía ella que su yerno la odiaba, como si no fuera la madre de su esposa, aquella santa, su hija, que todo le soportaba a semejante... ¿mameluco?, ¿mamarracho? Encima, el piso, que fue suyo y de su difunto, había pasado a manos de ellos..., bueno, de él, porque su hija, digámoslo así, tiraba a pánfila. De puro buena, añadiría yo. Ella era la suegra, cierto, pero les había dado mucho más de lo que merecían y, encima, estaba segura, llevaban tiempo maquinando cómo hacerla desaparecer. Hay una inercia violenta de los yernos, al menos literaria, y es fundamental asumirla para sobrevivir como suegra. Un año fueron hasta San José, en el Cabo de Gata, y sólo aceptó bajarse del coche cuando llegaron, con la incontinencia ganando por goleada; no consintió hacerlo en la gasolinera, ya había leído más de una historia de abandono. Eran gentes que decían, según publicaban los periódicos: Baje usted, abuela, estire las piernas un poco. Y, sin más, el coche salía zumbando. Eso iba rumiando aquel día en el asiento de atrás, compartido con su nieto, un chaval de 16 años que aún estaba en el límite de la edad menguada. Por eso, por él, lo aguantaba todo. Sufría insuficiencia cardiaca y, según pasaban los kilómetros, empezaba a apurarse, notaba un agobio en el pecho agravado por el asma vacacional..., necesitaba tomar su pastilla, la que había olvidado en la bolsa de viaje, en el maletero. Tendría que aprovechar la parada en la gasolinera. Al fin, cruel vida, les iba a dar la oportunidad. Pararon, ella rebuscó detrás su medicina y los tres entraron en el área de servicio. El chaval se había quedado en el coche, adormilado -lo sé perfectamente-, y su hija y su marido pidieron dos refrescos. Ella fue al baño. Al salir, se tomó un agua sin gas, para ayudar a la pastilla. Ellos dos, el matrimonio, dijeron que iban al servicio, según hilvanaron la historia los cuentistas. Poco rato después, la suegra empezó a soltar la lágrima, se sentó a una mesa, no había prisa, tenía todo el tiempo del mundo..., el que quisiera darle la vida. A la hora, desazonada por el vértigo de una nueva vida, se dio una vuelta por el aparcamiento, tal vez con un pequeño hilillo de esperanza. No, allí no estaba el coche. Fin. Unos jubilados estiraban las piernas, pero no temían nada, aquélla era una excursión programada en autobús, demasiados abuelos juntos para echarlos al olvido de una cuneta. Pasados cinco años, la suegra abandonada seguía en la gasolinera, pero no era un mal chiste: la mujer había comprado el negocio y ahora lo regentaba y hasta disponía de una pequeña nómina de empleados. Desde que se hizo cargo de la instalación -afortunadamente, su yerno ignoró siempre la existencia de su libreta y más todavía la cuantía de los ahorros-, apenas llegaba el verano, ella se acomodaba en la mecedora, la vista al frente, observando la carretera, muy cerca de los surtidores, con la esperanza de ver llegar a sus verdugos. Soñaba con vivir aquel momento. Se acercaría y le diría a él, mirándole a los ojos: Aquí no repostas tú, para eso tengo vigente el derecho de admisión. Luego volvería a la mecedora, a verlos marchar entre asombrados y confundidos, si acaso no es lo mismo. Un lustro llevaba esperando su pequeña venganza, la pobre suegra. También rica.

Corría un viento sahariano, en plena operación retorno de final de agosto, cuando un empleado del pequeño hotelito se acercó a consultarle una duda a la dueña y reparó en que ella había muerto. Estremecía ver -seguían contando los cuentistas- que la mecedora aún se balanceaba. Así se lo comentaron al forense, un virtuoso del serrucho, curtido en despachar autopsias y con la sensibilidad de una excavadora, quien explicó científicamente el hecho: Cosas de la jodida inercia. (En realidad, dijo la puta inercia, aunque esta expresión no merece ni debe reproducirse). Fue un entierro muy sentido, y el testamento se mantuvo en secreto, pero todos los empleados conservaron su puesto de trabajo. El paso del tiempo, como acostumbra, trajo nuevos veranos. Una mañana, el yerno y la hija de la difunta, los autores de haber abandonado a suegra y madre, pasaron por la estación de servicio. Eso lo vi yo, nadie me lo ha dicho. Con todo, narraron los cuentistas que él pretendió llenar el depósito con eurosúper, y ésos son los detalles que te invitan a dudar del adobo con que se untan estas historias.

Si sabré yo que no fue así: mi padre siempre tuvo coches de gasoil.


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