Cosas viejas y de curas, dirá más de uno. Pero aquí vemos la Navarra real de aquellos siglos
E stas son fuentes muy importantes, de primera mano, para la historia de Navarra", resumió Julio Gorricho en la presentación de este libro la semana pasada en la sacristía de la catedral de Pamplona. Cierto. El archivero catedralicio no exageró ni se dejó llevar por su cargo.
La sesión resultó larga y tediosa y Gorricho, que habló en cuarto lugar, dijo lo único oportuno, sustancioso y esclarecedor sobre los sínodos pamploneses recogidos en este volumen y el carácter de tales reuniones eclesiásticas.
El libro, octavo tomo de la obra iniciada en 1981 y dedicado a la memoria de dos archiveros, José Goñi Gaztambide y Eliseo Sáinz Ripa, recoge las constituciones de los sínodos de Calahorra-La Calzada y Pamplona habidos entre el IV concilio de Letrán (1215) y el de Trento, clausurado en 1563. El canon 6 del IV lateranense ordenó que tales sínodos fuesen anuales. Nunca se observó tal norma ni en la periodicidad ni en los mandatos. En 346 años, de 1216 a 1562, la sede de Pamplona convocó 33: 4 en el siglo XIII, 14 en el XIV, 8 en el XV y 7 en el XVI. Tenían lugar en la catedral iruñense, salvo seis, habidos en Puente la Reina (1346), el convento de San Pedro de Ribas (1349), Estella (1357, 1477 y 1548) y Azpeitia (segundo de 1499). De ocho de ellos hay noticia, pero no textos.
El de 1216, reunido cuando Guillermo de Santonge, de origen francés, aún era obispo electo, fue el primero hispano después de Letrán. Hace medio siglo García Larragueta publicó en su estudio del priorado sanjuanista en Navarra la constitución -en latín- de ese sínodo, que excomulgaba a quienes robasen vacas, ovejas o cualquier res a las casas de Roncesvalles, San Juan, templarios, monjes negros y blancos. En el sínodo siguiente (1218), Santonge excomulgó a Sancho el Fuerte y puso en entredicho el reino por diez meses. Valga este ejemplo para probar que los mandatos sinodales no afectaban sólo a la vida espiritual, aunque ésta en aquellos tiempos tuviera un peso civil determinante.
Las realidades diarias
Sínodo es palabra de raíz griega, odós: camino, vía, marcha o manera, que la emparenta con éxodo, método, período, ánodo, cátodo, electrodo y episodio. Sínodo significa reunión. A diferencia de los posteriores al Vaticano II, en los sínodos históricos sólo se reunía el obispo con los mandatarios y presbíteros de su diócesis. En teoría, claro es. Aquí hubo uno, el cuarto, sede vacante (ca. 1240), y cinco los convocaron vicarios, oficiales o procuradores de los obispos, ausentes. El de 1499, lo gestionó Juan de Monterde, vicario del cardenal Pallavicini, que nunca vino a la capital de Navarra a tomar posesión de su sede. Y los dos siguientes, 1523-1524 y 1528, ostentan los nombres de Juan de Rena y Juan Poggio y los vicarios del cardenal Cesarini, que tampoco se acercó nunca a Pamplona. Cuando Pedro Pacheco celebró sínodo durante un mes (1544) no tomó en consideración los tres anteriores -1499, 1523-1524 y 1531-, porque no fueron convocados "por perlado propio", criterio muy discutible, aunque ese obispo fuera doctor in utroque iure, alcanzara luego (1545, ya obispo de Jaén) el cardenalato y algunas de sus intervenciones en Trento se demostrasen decisivas. Curiosamente, dos de esos sínodos ignorados por Pacheco, los de 1499 y 1531, impresos en 1501 y 1532, resultan para nosotros los más grávidos de todos los vividos en la diócesis pamplonesa, aunque no cabe preterir los siete regidos por Arnalt de Barbazán entre 1320 y 1354, en especial el último.
Cosas de curas, dirá más de uno, y además viejas. A ver. La historia no es la actualidad y el interés de los sínodos diocesanos rebasa la historia de la Iglesia, porque tenían más efectos normativos que doctrinales y cultuales. Regulaban, decía hace veintisiete años la introducción del primer tomo de esta serie, los principales hitos y circunstancias de la existencia, de la concepción a la fuesa, tanto de clérigos como de fieles laicos: "Esta documentación sinodal se mueve mucho más cerca de las realidades de la vida de los humanos que las grandes obras del pensamiento de la época, tales como la Summa de Santo Tomás de Aquino o el Corpus Iuris Canonici. Ninguna de estas grandes obras del saber académico llegaba a manos de los párrocos y demás sacerdotes con cura de almas". Las constituciones de los sínodos, sí.
Así las constituciones retratan la sociedad a la que se dirigen: prohibían, sancionaban, establecían diezmos, pueblo a pueblo, dictaban normas de conducta y el añalejo de fiestas de guardar bajo pecado mortal. De ahí su interés para especialidades varias, además de las relacionadas con la fe católica, el Derecho Canónico y la misma historia: economía, demografía, etnografía, incluso filología, aunque aquí las constituciones van redactadas en latín hasta 1531, lo cual hoy no facilita su lectura y consulta.
La Suma de los sagramentes de Barbazán (1354), recogida y puesta al día por el sínodo de 1499, va en romance y no es un texto desconocido. En realidad, no los hay en este volumen, aunque sí raros. En cualquier caso, aparecen reunidos por primera vez y en edición manejable gracias a los tres índices, onomástico, toponímico y de materias, que cubren setenta y tres páginas, de las cuales el último, muy rico, ocupa más de la mitad. Quien ojee las 83 constituciones de 1544, en romance, encontrará, por ejemplo, la prohibición de que los sacerdotes lleven barba, jueguen a naipes, dados o pelota "en calzas y jubón" en calle o taberna, tengan moza a su servicio "sino en cierta manera" ("salvo si él fuere tan viejo y ella tan vieja que no se pueda sospechar cosa mala" o pariente en tercer grado o se alojare con la familia, si las sobrinas fueren ya casadas).
También los mandatos de que nadie pueda velar de noche en iglesia ni comer y jugar allí, que en todas haya sacristán y que de ellas no salgan ornamentos ni cálices, que las romerías se hagan a ermitas de donde pueda volverse a comer en casa, que nadie pueda ser acusado pasados tres años del delito, que los arciprestes residan en su arciprestazgo, que no se den documentos con el destinatario en blanco, que los ex frailes sean examinados antes de obtener un beneficio.
Rediezmo y pueblos
Pero si hubiera que destacar piezas de interés, no dudaría en señalar el libro del rediezmo, de 1363, recogido por el sínodo de 1499 y elevado a sinodal por el de 1531. Piezas meticulosas en la relación de pueblos y cantidades asignadas a cada uno.
Las diferencias entre una y otra lista son elocuentes. No es, como se dijo en la presentación, una relación única de localidades de Navarra en la Edad Media. Román Felones transcribió el de 1268 y mucho antes José Rius Serra había publicado las cinco relaciones decimales de 1274 a 1279, edición infestada de erratas. El diezmo, en especie y dinero, era la contribución a la Iglesia para mantener el culto y asistir a los pobres. En 1268 montó en Navarra algo más de 20.000 libras, casi lo mismo que ingresó la Corona aquel año.
En comparación con los siete tomos anteriores advierto en éste una carencia grave, que es el aparato de fuentes. Las sucintas introducciones a cada sínodo y su convocante siguen con fidelidad y admiración, y hacen bien, a José Goñi Gaztambide, cuya "Historia de los obispos de Pamplona" -con frecuencia, una historia de Navarra a través de la nómina episcopal- está destinada a ser una referencia insoslayable por mucho tiempo. Aun así, hay alguna inexactitud. No sé por qué a Carlos III se le llama el Bueno (p. 402) y a la colegiata de Roncesvalles monasterio (p. 815).
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