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CRÓNICAS DE ASFALTO FRANCISCO JAVIER ZUDAIRE

Estás muerto

La oficina era un remanso de paz, con sus odios normales y enquistados, las puñaladas traperas y las envidias habituales. Pero aquellas llamadas rompieron su monótono y plácido discurrir.

Actualizada Domingo, 20 de abril de 2008 - 12:49 h.
  • OPINION@DIARIODENAVARRA.ES

A PENAS había recorrido el autobús 300 metros cuando sonó el móvil. Rebuscó en su mochila con urgencia y atendió la llamada.

- Estás muerto -le dijo una voz.

- ¿Quién habla? -preguntó, pero ya habían colgado.

Esto era nuevo, jamás había recibido una amenaza tan contundente. Comenzó a repasar su vida y no encontró nada que la justificara. ¿Un poco cabroncete, quizás? Vale, tal vez por circunstancias del trabajo, aunque de ahí a que te den matarile... Llegó a casa bastante apurado, dándole vueltas. Sonó el teléfono fijo.

- ¿Por qué? -preguntó.

- ¿Por qué, qué? -le respondió su madre. ¿Qué te pasa?, ¿ahora se contesta así al teléfono?

- Perdona, mamá, creí que era otra persona.

Luego le prometió ir a comer el próximo fin de semana, como hacía los terceros domingos de cada mes. La segunda llamada se produjo camino de la oficina, al día siguiente, miércoles. Pronto cumpliría su undécimo año en la empresa, un negocio dedicado a los seguros, donde había ido subiendo desde abajo. Tenía ya su propio despachito y se encargaba de las inspecciones, de evitar los fraudes. Todo el trabajo importante recaía sobre sus espaldas, él debería ser el jefe, no aquel idiota de Miguel. En el autobús, cogió el móvil y le dijeron:

- Estás muerto.

Aquello se ponía serio. En toda la mañana no dio pie con bola. De hecho, tenía que inspeccionar el incendio de una nave de pintura, bastante sospechoso, si se examinaban las cuentas de los propietarios. Pero suspendió la visita y se encerró en el despacho. A cal y canto. Dudaba entre comunicárselo a su jefe inmediato, cuando volviera el lunes de sus minivacaciones, o dejarlo correr. Pasó la mañana y no hubo novedad.

El jueves, tampoco.

Los viernes tenían en el trabajo un clima especial. Era una jornada de cerrar expedientes, y en esa tarea se apreciaba cierto relajo. A mediodía daban por concluida la semana y se tomaban la tarde libre. Hasta el lunes, fiesta. Faltaría poco menos de un cuarto de hora para las dos de la tarde cuando sonó el móvil. Rebuscó en su bolso y tuvo que oír:

- Estás muerto.

- ¿Por qué a mí? -acertó a preguntar.

- Eso tú lo sabrás, yo sólo cumplo el encargo. Ni siquiera te conozco, te veré una vez, y será la última. También la primera.

- Pero yo no he hecho nada.

- No es mi problema, pero te puedo asegurar que todos me dicen lo mismo. No me impresionas, estás muerto.

Y colgó.

La comida en casa de su madre, el domingo, fue un desastre. Y no sólo eso: por la calle iba mirando a los lados, veía asesinos por todas partes, desconfiaba de las gafas de sol, de los trajes, de los bultos en los vaqueros, de los coches que se aproximaban... Esperaba a que llegara algún vecino para entrar en el portal, el sudor frío le impedía dormir. Los nervios le jugaron una mala pasada al ducharse y se golpeó la cabeza contra la mampara. Estaba deshecho, un sinvivir.

Lunes. Pese a los inconvenientes de aparcar en el centro, decidió trasladarse en su coche. Sumido en el tráfico, el móvil exigió su atención. Orilló el vehículo, torpemente, y escuchó:

- Estás muerto.

Nada más dijeron. Lo iba a contar todo. Primero, a su jefe; luego, a la policía, ellos sabrían qué hacer. Entró en el despacho de su superior.

- Hola, Miguel, ¿qué tal las vacaciones? A propósito, tengo que contarte algo.

- Lo que quieras. Oye, ¿no tendrás tú mi teléfono móvil?, lo dejé por aquí antes de irme y no lo encuentro.

- ¿Por qué no llamas a ver dónde suena? Con un poco de suerte, lo oímos...

- Tienes razón.

Y lo oyeron, su consejo había funcionado, pero... ¡el teléfono de Miguello tenía él, estaba sonando en su mochila! Rebuscó un tanto azorado. El móvil número uno de la empresa, el de su jefe, apareció al fondo de la bolsa, entre papeles. Al parecer había estado utilizando un teléfono que no era el suyo...; por cierto, ¿dónde lo habría extraviado? Con mano temblorosa entregó a Miguel el móvil número uno.

-Perdona, debí de cogerlo cuando te fuiste, sin darme cuenta.

- No tiene importancia.

Nuestro hombre pensó que sí, que la tenía. Y mucha. Rápidamente, se levantó de la silla y balbuceó: Oye, Miguel, ya hablaremos más tarde, no hay prisa. Y, cobardemente, masticando su cobardía como sólo los cobardes saben paladearla, miró a su jefe de manera cainita y lo vio acabado. Más aún, le pareció que aquel despacho ya le pertenecía.

Cerca de casa, tuvo que atender el móvil , y en esta ocasión era el suyo de verdad, sin equívocos. Sonrió, confiado, antes de responder a la llamada. Una mueca malparida, en eso quedó su sonrisa al escuchar: Estás muerto.


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