C UANDO salimos del Monasterio por la antigua senda de la cantera se ven allá arriba sólidas murallas, riscos incitantes y cortes vertiginosos. Pero lo que prevalece como rey absoluto de todo aquel agreste paisaje es el Monolito que queremos escalar, un prisma regular de aristas bien definidas que se recortan contra el cielo prestigiando a todo el conjunto.
Llegamos a la horquilla que lo separa de la sierra, desde donde arranca su cara norte, que ya en esta época de octubre ofrece un aspecto sombrío y poco acogedor. Trepamos un primer tramo de veinte metros por una roca excelente y no muy vertical. Todo ha ido bien hasta ahora, pero he aquí que la roca empieza a extraplomarse, y lo que es peor, su aspecto desmejora ostensiblemente. Sólo una larga fisura vertical parece apta para meter hierros, aunque de hecho no se ve ninguno. La visión nos desconcierta, pareciéndonos que por ahí no va la vía Caballé.
Optamos equivocadamente por atacar hacia la izquierda, lo que significa que nos disponemos a abrir involuntariamente una vía nueva. La roca, fría a estas horas, acentúa su aspecto poco amigable. No es extraplomada por este lado, pero sí muy vertical y de regular calidad. Para animar las cosas empieza a soplar un inoportuno vientecillo que barre la horquilla de lado a lado. Parece como si nos hallásemos en algún lugar de alta montaña, inhóspito y bravío. Decididamente el día no se presenta de los mejores. Añoramos los rayos del sol, y también una roca de buenos agarres con un itinerario evidente donde poder progresar sin tener que meter demasiados hierros.
¡Cling, cling, clang! El martillo golpea una y otra vez, sin mucha fuerza porque las fisuras no son de fiar, pero el estribo aguanta en el momento en que, no sin prevención, uno se confía a él. Cuando meto una nueva clavija, y antes de colgarme de ella, tanteo tirando con fuerza. Parece que también ésta responde. Me encaramo hasta el tercer peldaño del estribo procurando no perder el equilibrio. Desde allí intento meter otra clavija lo más alta posible a fin de conomizarlas. La cosa va, pero con una sensación de precariedad que no me deja tenerlas todas conmigo. Un hierro que ya iba entrando poco a poco, con mucho cuidado, termina saltando al cuarto o quinto golpe como si fuera un muelle.
¡Mierda! Lo veo caer un montón de metros tintineando desagradablemente cuando rebota en los resaltes de la roca, hasta parar no se sabe dónde. Intento localizarlo con la vista pero es inútil, ¡una pieza "Cassin" que en Francia vale treinta duros!
© DIARIO DE NAVARRA. Queda prohibida toda reproducción sin permiso escrito de la empresa a los efectos del artículo 32.1, párrafo segundo, de la Ley de Propiedad Intelectual