D ESDE Yesa, buscándonos un camino fastidioso entre campos y bosquetes de carrasca, subimos al monasterio, y es que cuando se tiene veinte años estos detalles carecen de importancia. Es el día de la Virgen del Pilar, y tratándose de esta época se ven cuadrillas de cazadores con sus inquietos perros ansiosos de lanzarse tras el rastro de los jabalíes, que en aquellos momentos estarán hozando entre las breñas y espesuras de la sierra ajenos al peligro que les acecha.
Pero nosotros, más incruentos, no estamos interesados en matar animales, vamos a la montaña para disfrutarla, y en aquella edad por la aventura, tras la vía Caballé al Monolito, la única que por entonces existía. Llegados al monasterio nos asomamos a la cripta, la robusta construcción de estilo románico con enormes capiteles de trazos toscos y primitivos. Contorneando el edificio, junto al ábside de perfecta cantería pulida por la intemperie de muchos siglos, nos ponemos a almorzar. Se nos acerca un perro de los cazadores, un bicho nervioso de carnes escurridas que se mueve inquieto husmeando el suelo. Está tan delgado que se le pueden contar todas las costillas. Lleva en el collar una chapita de metal donde irá grabado el nombre de su franciscano dueño. El perro husmea a nuestro alrededor moviendo la cola. Evidentemente, lo que quiere es almorzar también un poco. Nos observa con tanta lástima que acabamos echándole un trozo de pan. El animal, tan pronto como lo ve, se lanza para tragárselo con increíble rapidez y gesto agradecido.
Pero enseguida aparece un individuo con cara de pocos amigos. Es un tipo voluminoso que parece la caricatura de un guerrillero colombiano, con el rostro colorado sosteniendo un palillo entre los dientes. Lleva botas altas y chaleco de camuflaje con la escopeta al hombro, una de esas armas de repetición capaces de hacer un montón de disparos en pocos segundos.
- ¿No sabéis que a los perros no hay que darles de comer antes de cazar?
El hombre se reúne con su cuadrilla y salen todos hacia el portillo de Arangoiti.
Tenemos enfrente, bajo la luz limpia de la mañana, la anchurosa sierra. A la derecha se adivina la Cañada de los Roncaleses, utilizada desde tiempo inmemorial, acaso desde el Neolítico. Se ven las huella degradatorias de la antigua cantera, hoy en gran parte corregidas. En su día los barrenos estuvieron a punto de hacer volar el Monolito, eran tiempos más bárbaros. Se supone que habrían terminado por despertar a San Virila de su mirífico sueño de haber llegado al siglo XX. A pesar de todo, la sierra conserva toda su espléndida planta culminada por la brava crestería.
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