E L calendario ha corrido las tres semanas previstas para nuestra estancia en la isla de Upernivik, y hoy es el día acordado para que el patrón de pesca Mathiasson pase a recogernos con su barquito. Esta pequeña playa del campo base ha sido como la casa donde reponíamos tras las duras jornadas por allá arriba. Terminamos por considerarla nuestra, y abandonarla no deja de proporcionarnos una cierta melancolía.
Mientras aparece la embarcación echamos las últimas miradas a un escenario que quedará grabado para siempre en nuestra memoria. Pero en la vida todo llega y todo pasa.
En realidad añoramos el mundo exterior, la gente, la vida fuera de este paisaje. Ya es la hora acordada pero nadie aparece en el horizonte a pesar de nuestras insistentes miradas hacia el sur. Y surge una nubecilla de negra inquietud. ¿Estaremos equivocados? ¿Pudimos cometer algún error de coordinación? Alguien se sube a un promontorio y aguza la mirada sin resultado, pero no pasa nada, el mar sigue igual. Si nuestro escenario fuera el de una novela, en la que todo es posible al capricho del autor, podría decirse que empieza a aletear en el ambiente un maligno síndrome de robinsones que nadie quiere reconocer (acaso alguno ya piensa que siendo el más fuerte nadie intentará comérselo).
- ¡No puede ser que Mathiasson se haya olvidado!
El que está encaramado al promontorio grita en esto:
- ¡Se ve un punto!
- ¿Es barco de pesca?
- No sé, está muy lejos, pero creo que se va acercando.
Un rato después le descubrimos algunos detalles. Se vislumbran dos palos, el cañoncito de proa. ¡Es el pesquero de Mathiasson, no hay duda!, el modesto barquito carente de comodidades, sin apenas sitio para guarecernos todos si nos acometiera el mal tiempo. Pero viéndolo de más cerca se nos representa así como el yate de un jeque del petróleo. Cuando subimos a bordo le estrecho la mano a nuestro oportuno salvador, que sonríe por sus ojillos oblicuos y me suelta no sé qué en su esquizofrénica jeringonza. Pero no importa, el idioma puede ser lo de menos, no siempre hace falta hablar para entenderse ya que todos los hombres, aunque podamos ser de lenguas y culturas antípodas, al fin y al cabo estamos hechos de la misma pasta.
La isla de Upernivik fue quedando atrás hasta desaparecer, y en aquella pequeña playa quedó una fugaz historia de nuestras vidas que nunca se repetirá. Y a veces me acuerdo con añoranza de aquel escenario.
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